21/4/14

Evanescencia

Qué tristeza pensar que el intelecto, de inspiración divina, con el tiempo deba desvanecérseme. Tristeza e incertidumbre; emergí en este mundo como una ambivalente personita y acabaré involucrándome con lo subterráneo de la soledad y de los recuerdos desordenados.
El concepto de persona que tengo relaciona de forma indisociable corazón y mente. ¿Subsiste el corazón cuando la mente funciona improductivamente? Creo que prefiero la no aproximación con mayor voluntad de detalle sobre el tema. Me pone nerviosa. Me gusta controlar mi derredor, reconstruir de manera rigurosa mi realidad, a pesar de la densidad de capas que la caracteriza y pensar en no poder pensar con claridad me inquieta, me sugestiona y me influye de manera inconmensurable.
Quiero prolongar mi etapa de lucidez, si es que alguna vez la he tenido, relegar sombras y gritos y si no pudiera retrasarlos todo lo posible, quiero elevar el pensamiento por encima de los sentidos y la intuición por encima de la observación, quiero vivir todo el tiempo que pueda con una fusión íntima entre mi ser y yo. Abarcar toda mi profundidad pisando mi interior con pasos seguros, para poder evitar cualquier eco alegórico de esa retórica invencible que es el remordimiento.
El tiempo pasa y mi mente envejece, ¿qué será de mí cuando mi pensamiento deje de prevalecer? ¿Cuál será, entonces mi evidencia? Y si ese momento está cerca, ¿sabré aceptarlo?

20/4/14

Cuestión de vista

Si miro bien,
no me veo,
me veo cuando me miran
y al mirar si estoy mirándome
me miro sin ser yo vista.

18/4/14

Me están quitando mis recuerdos

Las tiendas de siempre, las que habían formado el barrio donde vivieron mis padres y donde yo crecí se han durado mucho tiempo, con la sensación de que, para mí, siempre han estado allí. Pero desde hace unos años, primero los colmados, luego las papelerías, la tintorería, una tienda de fotografía, la peluquería de Claudio, un par de carnicerías, una pescadería, una mercería, una granja para desayunos y un bar de tapas, en el que no pasó ni un domingo de mis veinteitantos años en que no me tomara unas cañas y unas bravas con los amigos, han ido bajando sus persianas y cerrando sus puertas, un comercio tras otro.
“Me están quitando mis recuerdos”, siempre digo cuando veo que cierra otro negocio. Me siento triste por ello, por la consciencia que me despierta descubrir que la vida que había vivido estable y sin cambios se me está escapando de las manos. “Se están muriendo todos”, me dijo mi madre al escuchar por la radio que se había muerto no recuerdo que actor de la época del “blanco y negro”. No la entendí, pero ahora la entiendo. La entiendo más de lo que me entiendo a mí misma.
Murió Suárez, y se despertó en mí la sensación de una época adolescente que tenía muy olvidada. Una época, que a pesar de los dramas de la edad, recuerdo como muy feliz. Lo tenía todo, aunque en realidad no tenía nada, y me sentía capaz de llegar donde me propusiera (no como ahora que muchas veces me asalta la duda de si he llegado donde realmente quería). Tenía una vida por estrenar, ya había pasado lo peor, la niñez, la época del vegetalismo, de dejarse llevar por los padres, por los maestros, por los adultos, de no saber bien qué pensar porque parecía que no se tuvieran ideas propias. Con la muerte de Suárez, tomé conciencia de que mi adolescencia estaba concluida desde hacía tiempo y que aquella felicidad irresponsable, nunca más volvería a vivirla.
De nuevo, hoy, una sensación similar. Leí Cien años de soledad, con apenas quince años. Mi compañera de fatigas del colegio, Silvia, me lo recomendó. Ella tenía una hermana bastante mayor y estaba mucho más al día que yo en muchas cosas. Lo devoré en los tres primeros días de vacaciones, sentada a la sombra de un árbol, en el jardín. Me descubrió un mundo nuevo, una nueva forma de literatura y, sobre todo, un nuevo escritor al que he seguido toda mi vida. Despertó en mí las ganas de seguir escribiendo, de seguir leyendo, o engullendo, porque por aquel entonces devoraba los libros como si de aire se tratara, con unas ansias tremendas de descubrir los mundos que los escritores ocultaban tras sus palabras. Aureliano Buendía, me ha acompañado mucho más de lo que nadie se pueda creer. La idea del realismo mágico hace mucho más real mi propio realismo. Es la metáfora de mi propia vida. Sigo buscando mi Macondo. Me levantaba con el alba, me abrigaba y salía a la terraza bajo la luz de la farola que había en la esquina a escribir, y escribía poesía, y desataba aquel tropel de sentimientos exaltados e incontrolados que la edad proporciona para que con el tiempo vayas limando y archivando en su lugar correspondiente.
Quizá, todo este escrito pueda parecer deslavazado e inconexo, pero, ahora mismo tengo una bola de sentimientos atravesada en mi interior similar a la bola de pelos que cualquier gato pueda tragarse. La muerte de Gabriel García Márquez, ha despertado en mí un pasado adormecido en los umbrales del tiempo, que no había vuelto a recordar en muchos años y me ha revuelto el interior. Me ha girado el fuero y ahora lo tengo externo, a flor de piel.

Nada tengo que decir de GGM como escritor porque mis palabras se quedarían muy pequeñas, ni como persona, pues no lo conocía; solo quiero agradecerle que haya escrito porque al leerlo ha contribuido en mi propia formación y pensamiento.