Este domingo pasado, cogí la moto para ir a una fiesta.
Hacía mucho tiempo que no la cogía, y menos a las cuatro y media de la tarde. El
sol estaba bajo y al girar para coger otra calle me encontré con una
luminosidad, esa tan especial de invierno, fría y cálida a la vez, que
iluminaba algunas ventanas y salpicaba de claro-oscuros la calzada. Tuve la
sensación de tenerte detrás, cogiéndome la cintura, como siempre lo hacías
cuando íbamos en moto. Recordé, que muchos domingos a esa misma hora estábamos
fuera, yendo a la playa a ver pescar, o
volviendo de alguna excursión. El caso es que esa luz de invierno nos
pertenecía a las dos.
Por la mañana, había escuchado el programa de radio que
acostumbrábamos a escuchar cuando íbamos en el coche. Lo suelo escuchar
mientras hago cosas de casa y debo confesar que no siempre me lleva a ti.
Muchas veces, voy tan acelerada que con prestar atención tengo bastante, pero
esta vez ha sido diferente; al escuchar la voz de la presentadora, sentí tu
presencia a mi lado y ya no me pude desprender de ella en toda la mañana. Qué
buenos recuerdos guardo de ti, que feliz que llegué a ser.
Hace un rato, he puesto una lavadora. No acostumbro a
hacerlo entre semana, pero quería tener una de las camisas limpias y he
aprovechado para lavar toda la ropa. Al tender, he sentido que me susurrabas al
oído: “tiende bien, que nos conocemos”. Y es que tú me enseñaste a tender, con
esa manera ordenada que tienes de hacer las cosas. Y allí estabas, conmigo,
mientras seguía todos aquellos consejos que un día me diste.
¿Lo ves? Nunca voy a poderte olvidar, me he quedado viviendo
entre el pasado y un futuro que no llega y que por supuesto, este tiempo, nada
tiene que ver con el presente. Vivo, no lo puedo negar; vivo impregnada de ti.