8/11/11

Con la casa a cuestas

No sé qué parezco cuando voy a trabajar, por la mañana, casi de madrugada. Salgo de casa desayunadita y recién duchada, con un bolso colgando en un hombro (estilo macuto, o saco).

Dentro, llevo las gafas de sol, que uso bien poco y de las cuales sólo me acuerdo o necesito el día que me las he olvidado en otro bolso, en casa. También llevo unos pañuelos de papel, la mayoría de las veces los utilizo como servilleta. En un bolsillo interior, de esos que llevan cremallera, suelo tener los dos pen drive, uno cargado con los documentos del trabajo y el otro con mis textos, mi incipiente novela y toda una serie de archivos que necesito para mi propia definición. Libro, libreta y agenda, siempre me acompañan; la agenda sólo la uso como diario o para apuntar médicos, cada vez tengo menos cosas de las que tenga necesidad de acordarme. El libro es uno de los que estoy leyendo en el momento. Desde hace un año procuro que sea de estos pequeños y que no pese, mi espalda no está para pasarse el día acarreando  un bolso que pesa una tonelada. La libreta es mi fiel compañera, aunque desde que tengo la epicondilitis en el codo derecho he dejado de escribir, duele mucho. Me compré una cinta epicondilítica (epicondelera, dijo ayer mi fisioterapeuta) para descargar tensión en los tendones, pero, nada, se me carga igual y el dolor persiste. Así que paseo la libreta más que otra cosa. También acarreo un estuche con un par de bolis y lápices. No es que pese por sí solo, pero si vamos sumando, el bolso acaba teniendo un peso considerable.  Todo esto junto a los ibuprofenos (la madurez me ha traído unas fuertes migrañas, qué coño migrañas, un insoportable dolor de cabeza que aparece cada vez que le da la gana), las compresas (la dichosa menopausia, que se dedica a jugar con el calendario) y las monodosis oculares, para la sequedad. Por supuesto, también llevo la cartera con su documentación pertinente y las mil tarjetas de los diferentes supermercados y tiendas que frecuento para el habituallamiento y ni un duro (me encanta esta obsoleta expresión), como está de moda con esta crisis.

También, del mismo hombro, llevo colgada una bolsa de tela, de esas que te regalan en las librerías, con todo el trabajo que me llevo a casa para poder adelantar. Papeles, libros, dosieres, hojas plastificadas, y un sinfín de inimaginables materiales.

Y por último, cogida con la mano izquierda (por ahora, tengo la derecha inútil) llevo una bolsa de esas que veo a los conductores de la RENFE cargada con dos o tres tapers para la comida, el desayuno de media mañana y la merienda.

Para acabar con el carromato que llevo a cuestas solo me queda citar la botella de agua de litro y medio que voy consumiendo sorbito a sorbito durante todo el día.

¿Se puede vivir así de cargada? Intentando contestar a mi propia pregunta, descubro que tengo suerte de no acarrear ninguna carga emocional que merme mis fuerzas. Me alegraré de ello mientras me arrastro por la vida.

6/11/11

Criadas y señoras

Hace tiempo, me enteré de la existencia de este libro leyendo alguna crítica o algún blog, pero me olvidé de él desde el mismo momento en que me dije: debo adquirirlo y leerlo. Cosas de mi nueva etapa. Así que hasta que no vi la publicidad de su estreno como película, no me volví a  acordar de él.

Rauda y veloz a buscarlo. No pensaba ir a ver la peli antes de leerlo. El viernes lo conseguí y gracias a la lluvia de este fin de semana me lo he podido acabar de dos sentadas. Ahora tengo unas ganas locas de ver la peli, para descubrir cómo lo han adaptado. Por lo poco que sé, me parece que es bastante adaptable a cine, incluso, se me ocurre que puede ser adaptable a teatro.

He disfrutado mucho con su lectura. Las tres mujeres, personajes principales, que a su vez son las tres narradoras, me han gustado mucho.  Me ha gustado mucho, también, la forma de definir, con acciones a otros personajes, sus manías, sus características, sus preocupaciones. Mientras he ido leyendo iba construyendo visualmente el escenario y a los personajes y sus movimientos en mi mente. Me he encariñado con casi todos, porque no se habla de buenos y malos, sino de ideas chocando con mentes cerradas.

Supongo que es más fácil ver la película que leer el libro, pero os aseguro que dan diferente placer. Voy a por los dos.

1/11/11

La niña que iba en hipopótamo a la escuela

Hay veces que las lecturas se convierten en una tierna caricia, ya no por las palabras utilizadas, que también, ni por lo que se cuenta, que también, si no por la forma de contarlo. Esto me sucede cada vez que leo a esta autora. Dejadme escribir su nombre porque no consigo memorizarlo: Yoko Ogawa.

No es mucho mayor que yo. Cuando una autora me gusta mucho siempre miro su fecha de nacimiento, si anda cercana a la mía me frustro silenciosamente porque está haciendo algo que yo siempre he querido hacer. Y, en seguida pienso, “si de verdad lo hubieras querido hacer ya lo habrías hecho”. Tras estos pensamientos entro en crisis y acabo solucionándolo como Scarlett O'Hara: “ (…) mañana será otro día”.

En fin, a lo que iba, que era comentar esta maravilla de novela. El ritmo es lento, carece de escenas trepidantes, pero las descripciones de los personajes me han parecido estupendas. La historia que se cuenta es de lo más normal. Tan normal me ha parecido que a veces veía a mi madre en algunos de esos momentos, junto con mi tía, en alguna de esas veladas. A pesar de las tradiciones orientales, el tipo de comida que preparaban y comían y la forma de ser de los personajes me he sentido totalmente cercana, paseando por aquella casa, por aquel bosque, yendo a la escuela con la protagonista.

Este fin de semana he regalado un libro de esta autora; dudé entre este y el primero que leí (La fórmula preferida del profesor). Al final me decidí por el otro que fue el que me hizo descubrir a esta escritora. Espero que guste y que luego se vaya a buscar este otro, de diferente historia pero de igual ternura.