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10/1/14

Sin alma

Perdí mi alma en el fondo de un vaso de cerveza y esparcí mi vida sobre mesas de hierro forjado y cristal. Vivir, viví, os lo juro, con la misma intensidad que el humo de los cigarrillos penetra en los ropajes de quienes desaparecemos entre sus bruma. Pero vacié mi vida con palabras entre párrafos de euforia y silenciosos saltos de línea. He caído más de una vez, y de dos,  y de tres en la oscuridad ingrávida  del punto final, pero siempre he encontrado de nuevo el impulso en la copa vaciada de un trago y convertirlo en un punto y aparte.
Ahora, junto a vasos vacíos y botellas desllenadas permanece i libreta abierta siempre por la misma página. Me observa, traga tinta y me recrimina: “Pelo cano y arruga cierta entre el ceño fruncida mucho más de lo deseado, aliento etílico, corazón seco y no precisamente por haber no amado. Soledad profunda, perdido el deseo, entregaste el alma desde el primer beso”.
¡Maldita arpía! No recuerdo cuando mis labios se posaron por primera vez sobre el filo de un vaso de cerveza, ni recuerdo cuando fue la última que mis dedos acariciaron la pluma que un día llenaba libretas resbalando por las páginas. Lo único que recuerdo, porque lo tengo, es el sabor amargo en la boca, aunque nunca he sabido si por culpa de la cerveza o de haberla bebido en soledad.

10/12/13

Retales

Le gustaba acabar la jornada en el bar. No por beber, que bebía, sino más bien por inhibirse entre el bullicio de conversaciones más altas de lo que debieran, pequeñas porciones de vida susurradas a un oído amigo y el tintineo de tazas y loza al ser colocado de nuevo a sitio tras bajarse del tiovivo del lavaplatos.
Se había paseado por el día trabajando absorta dentro la mecánica de la monotonía que, a fuerza de hacer, se había ganado el título de lo cotidiano.
Copa de vino blanco si tomaba patatas, copa de vino negro si eran olivas, observaba a su alrededor e imaginaba historias con las personas y objetos que veía. No hacía nada más: observaba e imaginaba. Al principio, sentía vergüenza cuando la descubrían mirando con interés; peor era si se daban cuenta que escuchaba con atención. Pero un día tras otro sustrayendo retales de historias ajenas le habían llevado a rozar el descaro. La gente al descubrirla se sentía incómoda, cosa que le gustaba cada día más porque le concedía más información.
Dos copas, a lo sumo, tres. Ninguna más. Pagarlas y a casa. Era su rutina, buscada, deseada y necesaria. Necesaria para conciliar el sueño.
Puntual como un reloj, cada amanecer se despertaba regurgitando su vida. Esa vida que le dejaba tan mal sabor de boca y le obligaba a levantarse en mitad de la noche para cepillarse los dientes de forma enérgica, casi furiosa, tal como le hubiera gustado limpiar su vida  para mancharla de nuevo con cualquiera de los retales robados entre copas de vino. 

11/10/12

Prescripción facultativa

Y se hizo la tranquilidad, y esta vino en forma de luz, de ganas de vivir, de nuevas miradas hacia el mundo. Las risas volvieron a sus pensamientos y empezó a mofarse de sí misma, de lo mal que lo había pasado. Se herniaba cada noche de sus inacabables carcajadas mientras pensaba en su naufragio, en cómo casi se había ahogado.

¡Qué tontos nos volvemos en los malos momentos! Perdemos la esencia de que todo tiene finitud y, el dolor, mucho más, pues por propia supervivencia ya nos encargamos de salir bien pronto de él. Pero, sin embargo, nos olvidamos de ello y nos sentimos incapaces de soportarlo por más tiempo. Animalicos, ¡con todo lo que puede llegar a soportar el ser humano!

Se hizo la tranquilidad, sí, y ahora, la cerveza diaria que se había acostumbrado a tomar en el bar más cercano de su casa, que fue refugio en esos momentos tan duros, aquella cerveza en la que había intentado ahogar dolor y desespero, la necesitaba más que nunca. No quería olvidar el sabor amargo en el que, por un tiempo, se convirtió su vida.

Y volvía religiosamente, cada día, cada tarde, después del trabajo, a ese bar en busca de su placebo, un placebo que ella misma se había prescrito para el resto de su vida.

23/9/11

Guardar silencio

Solo quería que me dejara en paz. Con lo tímida que soy y siempre me pasan a mí estas cosas. Estaba comiendo y me molestaba su presencia. No paraba de mover la mano  con la que sujetaba ese manojo de romero. Me lo intentaba poner delante de mis ojos para que le prestara atención y lo paseaba por encima de mi plato. Intenté tirarme para atrás pero me tenía pillada por su enorme cuerpo.  Al final, casi como defensa propia intenté apartar su mano para que alejara de mí las dichosas hierbas.

La “voluntá”, no pido “na má” que la “voluntá”. “Cucha”, María que vaj a tené musha suette, pa ti pa tu familia.

Me cuesta mucho pronunciar un no en estas ocasiones. No me sale la voz. Además, siempre pienso, “que se vaya, que se vaya, pero que no se enfade”.  No creo en el mal de ojo, pero, para mi tranquilidad, que no me lo eche. Así que durante unos segundos eternos, estuvimos forcejeando con el romero, mirándonos a los ojos en silencio. Con el codo, sin querer di a una vitrina que era el pilar de un viejo y silencioso gramófono, del golpe, desplacé el pickup que rascó sobre los surcos de un disco grueso.

La camarera se dio cuenta de lo que estaba pasando y se acercó para sacar fuera del local a la mujer no sin antes darle tiempo a esta a gritarme algo inteligible. Cuando cerró la puerta del local, símbolo inequívoco de que había sacado de allí a la señora del romero, se acercó a mí a pedirme disculpas. Roja como una amapola le dije que no se preocupara. Era la primera vez que me hablaba la camarera. Qué buena está; me gusta desde hace tiempo, pero no sé qué hacer para hablarle, las únicas palabras que cuzo con ella son: ¿Cuánto es? Tanto, me contesta.

De pronto el disco del gramófono se pone a rodar y este empieza a sonar.

Con lo tímida que soy y siempre me pasan a mí estas cosas. “Que se vaya, que se vaya, pero que no se enfade”. No creo en el mal de ojo, pero que no me lo eche. Qué buena está la camarera, me gusta desde hace tiempo.

Incapaz de afrontar lo que estaba pasando me fui de allí, sin pagar, tampoco salieron detrás de mí, y nunca más he regresado para comprobar si mi alter ego había callado. ¿Y si aún seguía hablando?

17/9/11

Matrimonio feliz

Joana y su marido entran, como cada día alrededor de las  siete de la tarde, en el bar y se sientan en una mesa cerca de la ventana. Esperan a que la camarera se les acerque, no tienen prisa por pedir. La chica, educada, tiene por costumbre dar un tiempo para  que los clientes se hayan sentado, despojado de abrigos y bolsos e iniciado la conversación entre ellos, para ir a preguntarles qué es lo que quieren consumir.  Pero sabe que en este caso la deferencia va a ser inútil,  el matrimonio no suele mediar palabra entre ellos.  Así, que se apresura a acercarse y el hombre le pide los dos acostumbrados gin tónics. Cada uno con su propio gesto de mano indica cuando debe dejar de servir la ginebra. Después del primero, se toman un segundo. Beben dos cada uno,  ni uno más ni uno menos, en un tiempo que podría ser considerado récord. Luego piden la cuenta, pagan y se van algo más contentos de lo que vinieron; ya están preparados para poderse aguantar el uno al otro hasta que se acabe el día.

16/9/11

Hay una llamada para ti

Qué angustia más grande, pensaba que nunca íbamos a apagar ese fuego. No sé en qué piensan los padres dejando cerillas al alcance de los niños.  Ha sido difícil el acceso a las habitaciones porque la casa era de dos pisos, comunicados por una escalera de caracol metálica, en esos momentos, incandescente. Los chicos mayores y sus padres habían podido salir por su propio pie, pero en ese segundo piso quedaba un bebé en su cuna. El camión de bomberos no podía acercarse lo suficiente así que no hemos podido utilizar el elevador. Mis compañeros me han rociado de agua y he entrado por la entrada principal, he subido corriendo por las escaleras, mientras notaba que se iban hundiendo a mis pasos y entre llamas he accedido a cada una de las habitaciones hasta que he conseguido llegar a la del bebé que parecía plácidamente dormido. He sentido miedo al pensar que pudiera estar muerto. Pero no era así, increíblemente la mosquitera que cubría la cuna había hecho como una cúpula de aire impidiendo que el humo entrara y asfixiara a la criatura. Rápidamente rompí la ventana y lo lancé sobre una lona que aguantaban mis compañeros.

Qué orgulloso me siento por mi proeza. Voy paseando, camino de casa, respirando el aire contaminado de Barcelona, que con el infierno de antes, me parece de lo más puro y lo más fresco. Entro en un bar, quiero tomarme una copa para relajarme bien antes de llegar a casa. Me siento en una mesa, en mi mente no paro de revivir el rescate de esta tarde. Cuando venga la camarera le pediré un gin tónic y unas patatas. El bar tiene tres columnas y en una de ellas cómo decoración tiene colgado un teléfono de los antiguos, de aquellos que salían en las películas de Charlot. Éstá vacío. Me extraña por la hora que es ya que suelen venir los trabajadores de las oficinas de alrededor a tomar la cervecita de después del trabajo. Solo hay un señor sentado en la mesa junto a la columna del teléfono. Está callado y mirando al frente. Tiene una copa vacía delante de él. La camarera anda ocupada y no se ha dado cuenta de mi presencia. De repente, suena el teléfono. El hombre lo coge, escucha y cuelga. Se levanta, recoge su abrigo y se dirige hacia mí y me dice:

Debiera sentarse en mi mesa.

¿Qué le han dicho? le pregunto anonadado de que hubiera sonado.

Que siga la luz.

14/9/11

Sistema inercial

Llevo muchos días viniendo a tomar el café al mismo bar. Tengo cuatro minutos para degustarlo, porque aunque la ley marca media hora para desayunar, el jefe sólo me deja bajar cinco minutos. Ni uno más, que te pago para que trabajes, no para que pierdas el tiempo. A pesar de todo, son los cinco minutos que tengo para mí, para mí sólo, sin que nadie me moleste. Todo el día corre que te corre. Me suelo tomar el café quemándome la lengua porque no hay tiempo para que se enfríe en un poco. Después del primer sorbo, mientras raspo la lengua abrasada contra el paladar miro unos cuadros en una pared. No pienso en nada, solo los miro y me dejo llevar por la sensación que me causan. Todos son fotos en blanco y negro.  En uno se ve la Torre Eiffel y un árbol pelado. Debía ser invierno cuando la tomaron. El invierno de hace tres años, en París, fue cuando mi mujer me dijo que se había enamorado de un compañero del trabajo y que me dejaba. Estábamos pasando un fin de semana romántico que le había regalado. Reaccioné en seguida y le dije que iba a luchar por la custodia de los niños. Me dijo que no me molestara en hacerlo, que  me los podía quedar, que hacía tiempo que no me soportaba y su intención era empezar de nuevo olvidándose de todo lo que tuviera que ver conmigo.  No llegamos a ir a ver la torre. Me hubiera gustado tomar una foto como esta. El cuadro superior a este es una foto de una mujer desnuda sobre fondo negro. Está sentada con los brazos rodea sus piernas encogidas y tiene la cabeza escondida entre las rodillas. Hace mucho que no veo un cuerpo desnudo. Es que con los dos niños y nadie que pueda hacerse cargo de ellos, no hay forma de salir y conocer a nadie. En la oficina, imposible, el jefe se ocupa de encargarme más trabajo del que puedo hacer y no puedo ni levantar la vista del ordenador que ya me está diciendo algo, en plan reproche. Así que las únicas mujeres desnudas que tengo a mi alrededor son las de las revistas. El cuadro que está colgado más debajo de todos es una foto de un reloj, de esos de estación. ¡El café! Ya debiera estar delante del ordenador.  Tomo de un sorbo lo que queda  sin despegar la mirada del cuadro del reloj. Está torcido. Con la rabia que me da que las cosas estén torcidas. Al pagar, le comento a la camarera que el cuadro está torcido. No, qué va. Está recto y paralelo a los otros. Tras una discusión sobre paralelismo y perpendicularidad en la que han intervenido diferentes clientes del bar asegurando que el cuadro estaba colgado recto, ahora estoy aguantando la arenga de mi jefe por llegar cinco minutos tarde, mientras intento asimilar el descubrimiento de que lo que está torcida es mi vida.

10/9/11

La fuerza de la costumbre

Entra  por la puerta un hombre con la cabeza gacha toqueteando su blackberry con la mano izquierda. Se sienta en la barra del bar y cuando siente por el movimiento del aire acercarse a la camarera, le pide un café sin levantar la mirada del aparato.  Sigue absorto en su ir y venir por las diferentes teclas. La camarera sin abandonar la máquina de café y sujetando el mango  se medio gira y levanta la voz para preguntarle si lo quiere corto. El hombre asiente con la cabeza mientras coge el móvil con la otra mano para adquirir más velocidad en el tecleo. La camarera le pone la taza delante y el cliente como si tuviera calculado el movimiento, coje, sin dejar ni por un minuto de mirar su pantallita, un terrón de un azucarero próximo y lo suelta dentro de su negra bebida. Por último remueve la blackberry a la vez, que con la otra mano, teclea en su taza de café.

8/9/11

El papel

Cada día, en algún momento u otro acudo, al bar, mi bar de escritura, un bar lleno de palabras que tiene las puertas cerradas para que no se las lleve el viento. Siempre me siento en la misma mesa. Es la única que tiene una lamparilla de pie, de esas de bronce labrado y pantalla de color nicotínico, testimonio este de aquella época en la que el humo, cual niebla, ocultaba las caras de los clientes. Justo debajo de la lámpara, contra la pared hay una mesita blanca que soporta un jarrón de aburrido alabastro y dentro de este una horripilante planta de plástico acumula el polvo porque nadie se acuerde de ella.

Llevaba tiempo yendo a escribir y nunca me había fijado en ella. La casualidad quiso hace un más o menos un año que irguiera la espalda y estirara los brazos para que mi mano, sin querer, la rozara y así fue como la descubrí, silenciosa, a mi lado. Lo primero que pensé de ella es que parecía una mesita de noche, por la altura y por su color blanco. No le di más importancia. Quise continuar escribiendo, pero su presencia había adquirido dimensión en mí y me volví a observarla mientras tecleaba las tres últimas palabras de una frase sin mirar la pantalla.  Entonces me di cuenta de que tenía un cajón, con un pequeño tirador de madera pintado del mismo color que la mesita. No me lo pensé dos veces y lo abrí, poco a poco, esperando encontrarlo vacío. No fue así; contenía una hoja de papel cuadriculado doblada. Cerré de golpe sabedora de que si tenía algo escrito no era para mí. Miré a mi alrededor para ver si la gente se había dado cuenta de lo que acababa de hacer, tenía la sensación de haber obrado mal, de haber producido un allanamiento de la intimidad. Por suerte, todo el mundo seguía inmerso en sus conversaciones, en su lectura o tecleando algo en sus blackberrys, por lo que suspiré tranquila intentando desacelerar los latidos de mi corazón. Era de las personas que nunca, nunca leía aquello que no me era ofrecido; ni siquiera de estudiante, cuando la voluntad es más voluble, aquella vez que el maestro me pidió que le llevara unos libros al despacho y tuve la ocasión de ver la lista de notas finales. Ni siquiera dudé un momento: dejé los libros y me fui, orgullosa por mantenerme fiel a mi integridad.

Pero ahora era diferente, era un papel expuesto en un lugar público. Bueno, tanto como expuesto, no, que estaba guardado dentro de un cajón. Sí, pero un cajón que puede abrir cualquiera y tener acceso a su interior. Seguro que alguien ya lo habría abierto y habría leído su contenido. O a lo peor habían utilizado el cajón como papelera. Seguro que era eso.

Intenté volver a mi escritura, releí lo que tenía escrito para volver a coger el hilo pero ya me había desconcentrado del todo y la visión del papel dentro del cajón medio abierto no hacía más que aparecerse en mi mente. Levanté la mirada para comprobar que todo el mundo seguía en lo suyo. Nerviosa abrí el cajón y ahí estaba, diciéndome “leeme”. A sabiendas de que ya era demasiado tarde y de que no me podría perdonar nunca (si la leía porque no debía de hacerlo y si no la leía por no haberlo hecho), cogí la hoja, la desdoblé y respirando con profundidad, la leí.

R5

6/9/11

La señora

Sentada en la mesa de enfrente de la mía, en el bar al que acostumbro a ir a escribir, una viejecita mira continuamente hacia la puerta.  Lleva falda negra y zapatos negros, sin medias, la punta de este, recortada, pues hace tiempo que un dedo se montó sobre otro y se los adapta ella misma para que no le hagan daño. Una blusa gris perla, transparente, con flores de raso y volantes por todos lados, deja ver una combinación de rasillo gris que me sugiere que en su juventud debió ser coqueta. Se la ve arreglada. Se ha crepado el pelo antes de salir de casa, como si pensara que así se veía menos la pobreza y la escasez de este. Sonrío al descubrir que por detrás lo lleva chafado, de estar estirada toda la noche, seguramente, sus brazos ya no tienen la flexibilidad para llegar a esa zona. Con la mano derecha se aguanta el antebrazo izquierdo, del que cuelga una bolsa negra que por la tensión parece contener algo pesado. Lleva cruzado un pequeño bolso de cuero que descansa en su regazo, un regazo que por su extremada delgadez me sugiere que nunca ha cobijado a ningún niño. Me conmuevo al pensar en su soledad.
No pierde detalle de toda persona que entra, la sigue con sus despiertos ojos, sin mover la cabeza, que permanece erguida, tal como le enseñaron en el colegio de señoritas cuando era niña. Su semblante, totalmente serio, parece inalterable, no puedo saber lo que opina ni lo que piensa, solo puedo ver el recorrido que hacen sus ojos y donde se detienen más de la cuenta, por algún inexplicable interés. La edad y el tiempo se han encargado de que las mejillas se le hayan venido abajo y eso le confiere una sensación de tristeza que se descubre totalmente falsa si se le mira a los ojos.
Sobre la mesa, una pequeña taza de café que se ha cansado de humear tras el primer sorbo que seguro ha encontrado demasiado caliente. En el borde de esta se distingue en color marrón resto del pintalabios que con mano trémula, imagino, ha cubierto sus labios esta mañana, antes de salir de casa. Al lado de la taza, un bolsito de redecilla metálica, que contiene monedas y algún que otro arrugado billete de cinco euros. Un paraguas merypoppiano descansa sobre la columna cercana a su mesita; hoy el día amenaza lluvia y desde el reuma, quiero creer, se ha tomado muy en serio esas amenazas.
El peso de la bolsa que lleva colgada en el brazo y la lasitud que el continuo peso hace aparecer  han ido desplazando el miembro a favor de la gravedad hasta incomodarle la postura. Se lo recoloca de nuevo y ase el brazo con su mano derecha con mucha más fuerza. La bolsa golpea sin querer la pata de madera de la silla y a pesar que la ropa de aquella amortigua el ruido se intuye que contiene algo duro y metálico.
No puedo apartar mi mirada de ella, voy disimulando como si estuviera pensando qué escribir. Cómo me atrae su austera elegancia y su imperturbable presencia y la intriga de qué contiene esa bolsa.

Al final, se toma el café de golpe en dos sorbos sin separar la taza de los labios entre uno y otro. La deposita con decisión sobre el platillo que contiene la cucharita y el sobre de azúcar intacto. Coge el monederito metálico y el paraguas. Se levanta y se dirige a la barra a para abonar su  café. ¡Una viejecita que en vez de cortado toma café!, me tiene totalmente embelesada.
Cuando se va, llamo a la camarera y le pregunto por ella.
Viene cada día; antes, con su marido, pero murió hace unos meses. Ahora dice que sale a pasear con él y que vienen aquí a tomarse un café. Creo que no está muy bien, la pérdida de su marido la ha trastocado un poco. Siempre se sienta en la misma mesa. Pide su café, se está un ratito y se va.
La camarera ha recoge mi mesa mientras habla conmigo. Cuando se retira, me tiro para atrás apoyándome en el respaldo de la silla y subiendo las manos hasta la cabeza echando para atrás los hombros, resoplo para sacar todo el aire de mis pulmones. He descubierto qué contiene la bolsa negra. Me quedo absolutamente prendada de mi viejecita.
R4