7/9/16

El tiempo pasa

A veces nos creemos que el tiempo, a pesar de pasar, no nos afecta en absoluto. Seguimos pensando que somos iguales que antes y que hacemos las mismas cosas y de la misma manera. ¡Animalicas!

El tiempo que pasa no nos afecta, no, pero cuando se nos cae algo el suelo está mucho más lejos que antes y tardamos mucho más en recoger lo que se nos ha caído.

O cuando subimos o bajamos escaleras, ese crujido menisquero no es más que una gentileza corporal para que sepamos donde tenemos la rodilla.
Huelga hacer mención de ese agradable y entumecido anquilosamiento con el que te levantas por la mañana digno del mismísimo Robocop, paquenosediga.
O esos saltitos con un pie, que das cada mañana en el baño cuando sales de la ducha para ponerte las braguitas. Cuando ya has logrado pasar una de las piernas e intentas hacer lo mismo con la otra pero no aciertas y lo que consigues es intercalarla entre el dedo gordo y el siguiente. Y como no sabes ni dónde ni cuándo dejaste olvidado tu equilibrio no te queda otra que saltar en esa famosa posición de yoga (pie derecho en suelo dentro de pernera de braga, pie izquierdo con goma de braga enhebrada entre dedos, manos a cada lado de la braga, espalda doblada hacia adelante mientras saltas y subes y bajas la cabeza intentando encontrar el equilibrio con el mentón).

El tiempo pasa, sí, pero a mí no me afecta.

Andaba yo el otro día despierta de cuerpo y dormida de mente, cuando, según costumbre, después de desayunar me duché. ¡Oh, qué maravilla! Lo mejor del mundo: la ducha de la mañana. No entiendo como en el tren, a primera hora de la mañana, me encuentro con tanta gente que no se ha duchado. Yo no podría, para mí, es el mejor café.

Después de las primeras horas de trabajo me senté con mis compañeros a desayunar. Acostumbramos siempre a ir al mismo bar y según vamos acabando, vamos llegando. Ese día, junto a una compañera fuimos las primeras.
Hago un inciso para explicar que tengo el pelo corto, muy suave y brillante. No me pongo nada especial, me lo lavo con el champú de bebés que mi madre usaba conmigo y que he usado toda mi vida. A mis amigos y compañeros les gusta mucho mi pelo y me lo suelen tocar como gesto de cariño o para que preste atención a algo. A otras personas les tocan el brazo, la mano o el hombro; a mí siempre me han tocado el pelo.

Llegó la primera persona y me tocó el pelo para hacerse ver y que le dejara pasar. Retiró con rapidez la mano. Yo estaba bebiendo en ese momento y paré de golpe porque mientras me tocaba oí como un crujido. Presté atención con el vaso inclinado en mis labios pero no oí nada. No le di más importancia.
Al mediodía, al salir del trabajo para ir a comer, dos compañeros se despidieron de mí tocándome el pelo y ambos retiraron, rápidamente la mano. Volví a oír un crujido cada vez. Una vez me hube despedido de ellos, mientras me alejaba, disimuladamente me toqué el pelo. No oí un crujido, sino un crepitar. Tenía todo el pelo acartonado. Atónita seguí caminando hacia el restaurante donde suelo comer. ¿Qué me había pasado en el pelo? Si fuera obra de un pájaro, no sería en todo el pelo y según inspección táctil, el acartonamiento era en la totalidad del cabello.

Cuando llegué al bar, pedí y me fui directamente al lavabo a verme en el espejo. No se veía nada especial; quizá que casi no brillaba. Cogí agua con las manos para pasármela por el pelo y cual no fue mi sorpresa al descubrir que toda una espuma blanca empezaba a cubrirme la cabeza. ¡Había salido de la ducha, por la mañana, sin aclararme el pelo!

El tiempo pasa, sí, pero a mí no me afecta.

De como tardé más de media hora en sacarme la espuma de la cabeza en un lavabo de un bar mientras el camarero iba tocando a la puerta con los nudillos y preguntándome si me encontraba bien, es otra historia.

6/9/16

Reflexión

Hoy tengo un día reflexivo. Sí, no sé por qué pero hay días en los que te limitas a vivirlos y otros en los que, como si tu mente estuviera apartada de tu cuerpo, vives y piensas en lo que vives. Hoy es de estos últimos.

He vuelto de nuevo al trabajo, a los horarios, a las obligaciones, a llegar a casa cansada sin ganas de vivir la tarde (o lo que queda de ella), he vuelto a buscar de nuevo el silencio en los rincones porque me paso los días sin la falta de él. Ahora, derrengada en un asiento de la RENFE , pienso en cómo mi vida se ha vuelto una rutina, casi diaria, año tras año; me levanto a las seis para irme a trabajar y vuelvo a las seis, doce horas más tarde. Me arrastro por el sofá, ceno en dos mordiscos (el cansancio no permite más), a las nueve y media, tumbada en la cama intento dormir. Un día, y otro, y otro. Así van pasando los años y con ellos mi vida.

Envidio (no sé si de forma sana o no, ya lo discutiremos) a todas esas personas para las que cada día es un día diferente. Las que pueden ver la luz del sol y sentirla (hay días en los que ni miro por la ventana y cuando salgo del trabajo, descubro que es de día y hace sol, h a c e   s o l !!!!!).

Pienso en dejar este tipo de vida, en abandonar mi casa, mi trabajo, mis amigos y empezar en otro sitio donde nadie me conozca. Aprender a vivir con menos, lo necesario para subsistir y tener tiempo para vivir, para ver el sol y para charlar con aquel o aquella que se cruce en mi camino y me sonría como respuesta a mi sonrisa. ¡¡¡Dejarlo todo y marchar!!!

Ya he llegado a mi destino. Suerte que tengo pocos días de reflexión como este. Me toca sofá.

5/9/16

Abstracción

Amar es la cosa más abstracta que conozco. Muchos la consideran una ardua tarea, un hito en la vida, lo buscado, lo anhelado. Por amar, eres capaz de destruir las otras parcelas prismáticas de tu personalidad. Y así no se avanzas, involucionas.

Cierto es que enamorarse puede resultar intelectualmente trepidante. Tu cerebro se pone a mil para poder “cortejar” dicho amor. Te sientes luminosa, llena de energía; vuelves a sentir que puedes comerte el mundo (y su montera), que atraviesas el vestíbulo de la trascendencia cursando tu propia maratón existencial. Sentimientos desbordados que van acumulando cieno en tus zapatos. El amor te obliga a seguir su cenefa de tópicos, pues nunca pasión y calma estuvieron unidas. Sientes que has nacido para amar.

Pero mantener el amor es otra cosa. En seguida ves los límites de tu minusvalía emocional. Todo aquel tumulto interior se ha convertido en calma y empiezas a purgar tus silencios. Resignación y conformidad son tus ropajes, debes bregar con los avatares cotidianos. Por mucho que luches contra ello acabas sucumbiendo; ese sentimiento desbordado ha dejado a un vacío opaco.

El tiempo ayuda, siempre se sale airoso del amor. Y de nuevo se te ve pisando la vida con fuerza y la gente piensa que el pasado pasado está. Sólo el que se cruza con tu mirada descubre unos ojos desheredados de amor.

4/9/16

Lo tenía que decir

No voy a andarme con remilgos porque es lo más alejado de mi definición. Ni penséis ni por un momento acribillarme con vuestras lenitivas súplicas. Diré las cosas por su nombre, hiera o no hiera, que para algo las bautizaron así.

Se terció hablar de tu excelsitud, lugar concedido a fuerza de alabarte, cuando la realidad demuestra que eres inimaginablemente minúscula, efímera y volátil. Te turba cualquier suspiro y entonces te vuelves beligerante y obligas al personal a retrotraernos y a convertirnos en evasivas de lo que fuimos; seres vacíos en busca de una ínfima lógica que nos resulte balsámica. Aunque queramos quitar hierro, nuestra alma intelectiva sabe que somos ecos de nuestra propia vida y sabemos que nuestra tarea no acaba cuando morimos, si no cuando somos olvidados por la última persona que nos recuerda. Y a pesar de saber que te marchitas nada más poseerte y muchos preferimos vivir pensando que no existes, Felicidad, seguimos buscándote como objetivo de vida convirtiéndose esta en una vida de fracaso. Pero queremos vivir hasta el último recuerdo, somos así y tú lo sabes.

3/9/16

Volver

Volver, cargada de propósitos y enmiendas. Sin ilusión pero con ganas. Respirando porque es lo que toca. Se debe hacer. No hay más. Dando pequeños pasos, los que te permiten tus zapatos de cemento. Atrás quedaron las grandes zancadas y el hambre de comerte el mundo. Ya no duelen los desgarros del corazón, pero sus suturas pesan, pesan y te obligan a arrastrar el ánimo. Tres o cuatro lágrimas diarias para hidratar la tristeza, diosa de tus entretelas, que ya no ahoga pero aprieta.

Volver, por costumbre y por empuje, levitando por encima de cualquier alma, con la oscuridad que otorga saber que en tu vida hay más ayeres que mañanas. Volver con el corazón manso y las entrañas calladas; con las raíces cortadas. Pero volver; volver, cargada de propósitos y enmiendas.