26/9/11

La sinestesia de tu nombre

Me hallo sentada en un sofá amarillo a cuadros, en el confortable hueco que dejan los dos almohadones blandos. Comiendo un bocadillo de caña de lomo y bebiendo un vaso de insípida agua, con el Chat abierto y manteniendo, como siempre, un montón de conversaciones a la vez, junto con las bobadas del general. A la vez, suena el televisor, visionan un programa de esos en el que te hacen un resumen de las diversas tonterías de los otros. No le presto atención ya que mi mirada está clavada en la pantalla azulada y negra de mi ordenador.

De repente, suena mi móvil. Me inclino hacia el lado derecho para poder sacarlo de mi bolsillo izquierdo. Contemplo, iluminado, tu nombre: me estás llamando. He perdido ya la costumbre de ello y me cuesta reaccionar y dar a la tecla para aceptar la comunicación. Me pongo en pié. Hablamos.

Al volver a sentarme en el sofá noto el agrio calor que antes había dejado. Prosigo comiendo el, ahora, quedo bocadillo y con cada masticada, su sabor pierde la brillantez de antes. Oigo, a lo lejos, de forma blanquecina, el televisor. Reparo en él y me doy cuenta de las estridentes imágenes que me muestra. El vaso de agua callada me mira sin participar. Sigo oyendo tu suave conversación en mi pulso y tu colorida voz dulcifica con calidez tu ausencia.

Y es que en la cercanía de tu azulado nombre se me desordenan las sensaciones. Vuelve a llamarme, por favor, que con sólo verlo escrito, mi tiempo se consume en sentidos.

23/9/11

Guardar silencio

Solo quería que me dejara en paz. Con lo tímida que soy y siempre me pasan a mí estas cosas. Estaba comiendo y me molestaba su presencia. No paraba de mover la mano  con la que sujetaba ese manojo de romero. Me lo intentaba poner delante de mis ojos para que le prestara atención y lo paseaba por encima de mi plato. Intenté tirarme para atrás pero me tenía pillada por su enorme cuerpo.  Al final, casi como defensa propia intenté apartar su mano para que alejara de mí las dichosas hierbas.

La “voluntá”, no pido “na má” que la “voluntá”. “Cucha”, María que vaj a tené musha suette, pa ti pa tu familia.

Me cuesta mucho pronunciar un no en estas ocasiones. No me sale la voz. Además, siempre pienso, “que se vaya, que se vaya, pero que no se enfade”.  No creo en el mal de ojo, pero, para mi tranquilidad, que no me lo eche. Así que durante unos segundos eternos, estuvimos forcejeando con el romero, mirándonos a los ojos en silencio. Con el codo, sin querer di a una vitrina que era el pilar de un viejo y silencioso gramófono, del golpe, desplacé el pickup que rascó sobre los surcos de un disco grueso.

La camarera se dio cuenta de lo que estaba pasando y se acercó para sacar fuera del local a la mujer no sin antes darle tiempo a esta a gritarme algo inteligible. Cuando cerró la puerta del local, símbolo inequívoco de que había sacado de allí a la señora del romero, se acercó a mí a pedirme disculpas. Roja como una amapola le dije que no se preocupara. Era la primera vez que me hablaba la camarera. Qué buena está; me gusta desde hace tiempo, pero no sé qué hacer para hablarle, las únicas palabras que cuzo con ella son: ¿Cuánto es? Tanto, me contesta.

De pronto el disco del gramófono se pone a rodar y este empieza a sonar.

Con lo tímida que soy y siempre me pasan a mí estas cosas. “Que se vaya, que se vaya, pero que no se enfade”. No creo en el mal de ojo, pero que no me lo eche. Qué buena está la camarera, me gusta desde hace tiempo.

Incapaz de afrontar lo que estaba pasando me fui de allí, sin pagar, tampoco salieron detrás de mí, y nunca más he regresado para comprobar si mi alter ego había callado. ¿Y si aún seguía hablando?

21/9/11

Honestidad

Vienes y me dices que no me enfade, que lo hecho, hecho está, que no pretendías hacerme daño, que siempre has obrado honestamente. Honestamente, ¿con quién? Contigo, ¿verdad? Necesitabas alguien que te quitara las telarañas y ¿quién mejor que una amiga?

¿Y yo? ¿En algún momento pensaste si mi necesidad coincidía con la tuya? ¿Te paraste a pensar que yo podría tener necesidad de cariño y que me llenara aquello que me estabas dado? ¿En algún instante pasó por tu mente que yo me podría colgar de lo que me estabas dando? ¿Esa es tu honestidad, actuar sin pensar en las consecuencias? No, no me engañaste. Somos adultas, me dices. ¡Como si eso tuviera que facilitar las cosas! Para ti solo fue un polvo; para mí la esperanza de un inicio. No me prometiste nada, ni me hablaste de futuro, ¡qué honesta!, permíteme que me incline ante ti. Pero que te quede claro que eso no fue lo que dijeron tus besos, ni lo que dijeron tus caricias, ni lo que susurraba tu sexo en mi boca mientras se abandonaba a mí. ¿Fue eso honesto? ¿Acaso fingiste? ¿O fue que usaste mi cuerpo para evocar tu perdida? ¿Enrojeces? Honesta, dices, bah!!!

19/9/11

Paradoja

La simpatía no es mi fuerte. Ya me gustaría tener ese don de gentes que te abre todas las puertas sociales necesarias para que un ser humano se sienta integrado a la vez que apreciado. Desde bien pequeña, en el colegio, era considerada un bicho raro. No es lo que fuera, sino que el único  problema que he tenido siempre es no saberme relacionar con la gente. Al principio le echaba la culpa a la timidez, pero ahora, desde la madurez, sé que la culpa la tuvieron mis tres primeros años de vida, alejada de todo niño, siempre entre adultos. De los matrimonios amigos de mis padres fui la primera en nacer. El siguiente niño vendría tres años y medio después. Tres años entre adultos fraguaron el ser asocial que soy.

En mi familia, se recuerda como gracia, durante las comidas de celebraciones, que cuando pisé la escuela por primera vez a los cinco años no me separé del lado de la profesora en todo el curso. Cosa de los más normal teniendo en cuenta que no había visto un niño de cerca en toda mi vida. No sé qué gracia le ven, si estuvieran en mi pellejo sabrían lo difícil que es subsistir siendo yo, la angustia que crea saberse poco querida, poco apreciada, a veces, incluso, invisible.

Hay días en los que intento ser simpática y me acerco a la gente e intento relacionarme improvisando un poco, pero me siento tan falsa, tan acartonada, tengo la sensación de que todo el mundo se va a dar cuenta de que estoy fingiendo. Lo único que consigo es que aumenten los cuchicheos a mi alrededor, cosa que hace que mi inhibición alcance su máxima potencia.

No sé si es por esto que no tengo amistades. Soy incapaz de conservarlas; enrarezco el ambiente hasta que no hay manera de salvar esa situación. Lo más gracioso es que me esfuerzo mucho para que esto no pase y, sin embargo, cada vez pasa con más frecuencia. Es por ello que he tirado la toalla y ahora solo me dedico a escribir. No me interesa nada que no tenga que ver con la ficción.

17/9/11

Matrimonio feliz

Joana y su marido entran, como cada día alrededor de las  siete de la tarde, en el bar y se sientan en una mesa cerca de la ventana. Esperan a que la camarera se les acerque, no tienen prisa por pedir. La chica, educada, tiene por costumbre dar un tiempo para  que los clientes se hayan sentado, despojado de abrigos y bolsos e iniciado la conversación entre ellos, para ir a preguntarles qué es lo que quieren consumir.  Pero sabe que en este caso la deferencia va a ser inútil,  el matrimonio no suele mediar palabra entre ellos.  Así, que se apresura a acercarse y el hombre le pide los dos acostumbrados gin tónics. Cada uno con su propio gesto de mano indica cuando debe dejar de servir la ginebra. Después del primero, se toman un segundo. Beben dos cada uno,  ni uno más ni uno menos, en un tiempo que podría ser considerado récord. Luego piden la cuenta, pagan y se van algo más contentos de lo que vinieron; ya están preparados para poderse aguantar el uno al otro hasta que se acabe el día.

16/9/11

Hay una llamada para ti

Qué angustia más grande, pensaba que nunca íbamos a apagar ese fuego. No sé en qué piensan los padres dejando cerillas al alcance de los niños.  Ha sido difícil el acceso a las habitaciones porque la casa era de dos pisos, comunicados por una escalera de caracol metálica, en esos momentos, incandescente. Los chicos mayores y sus padres habían podido salir por su propio pie, pero en ese segundo piso quedaba un bebé en su cuna. El camión de bomberos no podía acercarse lo suficiente así que no hemos podido utilizar el elevador. Mis compañeros me han rociado de agua y he entrado por la entrada principal, he subido corriendo por las escaleras, mientras notaba que se iban hundiendo a mis pasos y entre llamas he accedido a cada una de las habitaciones hasta que he conseguido llegar a la del bebé que parecía plácidamente dormido. He sentido miedo al pensar que pudiera estar muerto. Pero no era así, increíblemente la mosquitera que cubría la cuna había hecho como una cúpula de aire impidiendo que el humo entrara y asfixiara a la criatura. Rápidamente rompí la ventana y lo lancé sobre una lona que aguantaban mis compañeros.

Qué orgulloso me siento por mi proeza. Voy paseando, camino de casa, respirando el aire contaminado de Barcelona, que con el infierno de antes, me parece de lo más puro y lo más fresco. Entro en un bar, quiero tomarme una copa para relajarme bien antes de llegar a casa. Me siento en una mesa, en mi mente no paro de revivir el rescate de esta tarde. Cuando venga la camarera le pediré un gin tónic y unas patatas. El bar tiene tres columnas y en una de ellas cómo decoración tiene colgado un teléfono de los antiguos, de aquellos que salían en las películas de Charlot. Éstá vacío. Me extraña por la hora que es ya que suelen venir los trabajadores de las oficinas de alrededor a tomar la cervecita de después del trabajo. Solo hay un señor sentado en la mesa junto a la columna del teléfono. Está callado y mirando al frente. Tiene una copa vacía delante de él. La camarera anda ocupada y no se ha dado cuenta de mi presencia. De repente, suena el teléfono. El hombre lo coge, escucha y cuelga. Se levanta, recoge su abrigo y se dirige hacia mí y me dice:

Debiera sentarse en mi mesa.

¿Qué le han dicho? le pregunto anonadado de que hubiera sonado.

Que siga la luz.

14/9/11

Sistema inercial

Llevo muchos días viniendo a tomar el café al mismo bar. Tengo cuatro minutos para degustarlo, porque aunque la ley marca media hora para desayunar, el jefe sólo me deja bajar cinco minutos. Ni uno más, que te pago para que trabajes, no para que pierdas el tiempo. A pesar de todo, son los cinco minutos que tengo para mí, para mí sólo, sin que nadie me moleste. Todo el día corre que te corre. Me suelo tomar el café quemándome la lengua porque no hay tiempo para que se enfríe en un poco. Después del primer sorbo, mientras raspo la lengua abrasada contra el paladar miro unos cuadros en una pared. No pienso en nada, solo los miro y me dejo llevar por la sensación que me causan. Todos son fotos en blanco y negro.  En uno se ve la Torre Eiffel y un árbol pelado. Debía ser invierno cuando la tomaron. El invierno de hace tres años, en París, fue cuando mi mujer me dijo que se había enamorado de un compañero del trabajo y que me dejaba. Estábamos pasando un fin de semana romántico que le había regalado. Reaccioné en seguida y le dije que iba a luchar por la custodia de los niños. Me dijo que no me molestara en hacerlo, que  me los podía quedar, que hacía tiempo que no me soportaba y su intención era empezar de nuevo olvidándose de todo lo que tuviera que ver conmigo.  No llegamos a ir a ver la torre. Me hubiera gustado tomar una foto como esta. El cuadro superior a este es una foto de una mujer desnuda sobre fondo negro. Está sentada con los brazos rodea sus piernas encogidas y tiene la cabeza escondida entre las rodillas. Hace mucho que no veo un cuerpo desnudo. Es que con los dos niños y nadie que pueda hacerse cargo de ellos, no hay forma de salir y conocer a nadie. En la oficina, imposible, el jefe se ocupa de encargarme más trabajo del que puedo hacer y no puedo ni levantar la vista del ordenador que ya me está diciendo algo, en plan reproche. Así que las únicas mujeres desnudas que tengo a mi alrededor son las de las revistas. El cuadro que está colgado más debajo de todos es una foto de un reloj, de esos de estación. ¡El café! Ya debiera estar delante del ordenador.  Tomo de un sorbo lo que queda  sin despegar la mirada del cuadro del reloj. Está torcido. Con la rabia que me da que las cosas estén torcidas. Al pagar, le comento a la camarera que el cuadro está torcido. No, qué va. Está recto y paralelo a los otros. Tras una discusión sobre paralelismo y perpendicularidad en la que han intervenido diferentes clientes del bar asegurando que el cuadro estaba colgado recto, ahora estoy aguantando la arenga de mi jefe por llegar cinco minutos tarde, mientras intento asimilar el descubrimiento de que lo que está torcida es mi vida.

11/9/11

Trastornos literarios

Todo el que me conoce sabe cómo me gusta jugar con el lenguaje. Disfruto con las palabras igual que con las golosinas. Me leí el libro del Maestro Mastropiero de una sentada, así como los de Alex Grijelmo y los Dardos. Ahora, ha caído en mis manos…, no, no ha caído, lo fui a buscar y además lo tengo dedicado, un libro con el que he disfrutado mucho estos días.

Como sabéis, mi sillón orejero es el asiento de RENFE, soltaba cada risotada leyéndolo que las personas que viajaban conmigo se reían por contagio. Leía y releía los microrelatos una y otra vez, intentando averiguar su secreto,  su perfección y cómo más profundizaba más reía.

Lo que más me ha gustado es que se nota un trabajo concienzudo, cosa que me hace dudar mucho de que yo llegue a escribir así. No porque me asuste el trabajo duro, si no por la falta de tiempo seguido para dedicarme a ello. Trabajar por horitas no llega a ningún buen puerto, pues cada vez pierdes un tiempo inestimable en la concentración y en la inmersión.

El libro se divide en tres partes bien diferenciadas. No sabría con cuál de ellas quedarme. Cuando leía la primera pensé que con la primera; luego me sucedió lo mismo con la segunda; al final, llegué a la conclusión de que era genial todo él.

Me pasó una cosa curiosa cuando lo adquirí, porque lo compré con miedo. Resulta que ya había leído otros libros de la misma autora, incluso algún que otro infantil-juvenil, y tuve la suerte de coincidir, cosa que después de oírla hablar hizo que floreciera en mí una especie de admiración, por su rapidez de pensamiento, por su precisión lingüística, por su sentido del humor, por su inteligencia y  por su savoir faire. Una vez hube adquirido el libro me vino una especie de sensación inquietante por si este estaba por debajo de mis expectativas. ¿Y si al leerlo me sentía defraudada? Esa misma noche me quedé hasta altas horas leyendo para matar esa inquietud.

¡¡¡Qué va!!! No me ha decepcionado en nada, es más, ahora creo que he desarrollado una absoluta envidia de cómo escribe, de las ideas que tiene, y de la vida que me imagino que lleva.

¡Leedlo! Es una orden.

10/9/11

La fuerza de la costumbre

Entra  por la puerta un hombre con la cabeza gacha toqueteando su blackberry con la mano izquierda. Se sienta en la barra del bar y cuando siente por el movimiento del aire acercarse a la camarera, le pide un café sin levantar la mirada del aparato.  Sigue absorto en su ir y venir por las diferentes teclas. La camarera sin abandonar la máquina de café y sujetando el mango  se medio gira y levanta la voz para preguntarle si lo quiere corto. El hombre asiente con la cabeza mientras coge el móvil con la otra mano para adquirir más velocidad en el tecleo. La camarera le pone la taza delante y el cliente como si tuviera calculado el movimiento, coje, sin dejar ni por un minuto de mirar su pantallita, un terrón de un azucarero próximo y lo suelta dentro de su negra bebida. Por último remueve la blackberry a la vez, que con la otra mano, teclea en su taza de café.

9/9/11

Ponerme en tu lugar

Siempre nos parece que las cosas una misma las llevaría mejor que las demás personas. Siempre nos parece que tenemos la madurez de poder afrontar la muerte de un ser querido de forma más entera que cualquier otra persona. Siempre nos parece que nuestra forma de actuar contiene la madurez necesaria para salirse impune de los duros momentos que la vida nos propone. Pero siempre nos parece todo esto cuando es la otra persona la que se halla en el abismo de uno de estos momentos; en la caída libre que supone la muerte de un ser querido, en el empujón recibido tras un despido, en la rebeldía absoluta y el absoluto enfado de aceptar la propia enfermedad: ¿por qué a mí?, la pregunta del millón. Pero cuando la varita de la mala suerte nos toca con su estrellita en la cabeza y nos clava una de sus puntas en las fontanelas, ya nos gustaría correr bien lejos de nuestra piel incapaces de soportar “esa” situación dolorosa ni cinco minutos. La desesperación se apodera de nosotras y no existen palabras de consuelo, porque no existe el consuelo.

8/9/11

El papel

Cada día, en algún momento u otro acudo, al bar, mi bar de escritura, un bar lleno de palabras que tiene las puertas cerradas para que no se las lleve el viento. Siempre me siento en la misma mesa. Es la única que tiene una lamparilla de pie, de esas de bronce labrado y pantalla de color nicotínico, testimonio este de aquella época en la que el humo, cual niebla, ocultaba las caras de los clientes. Justo debajo de la lámpara, contra la pared hay una mesita blanca que soporta un jarrón de aburrido alabastro y dentro de este una horripilante planta de plástico acumula el polvo porque nadie se acuerde de ella.

Llevaba tiempo yendo a escribir y nunca me había fijado en ella. La casualidad quiso hace un más o menos un año que irguiera la espalda y estirara los brazos para que mi mano, sin querer, la rozara y así fue como la descubrí, silenciosa, a mi lado. Lo primero que pensé de ella es que parecía una mesita de noche, por la altura y por su color blanco. No le di más importancia. Quise continuar escribiendo, pero su presencia había adquirido dimensión en mí y me volví a observarla mientras tecleaba las tres últimas palabras de una frase sin mirar la pantalla.  Entonces me di cuenta de que tenía un cajón, con un pequeño tirador de madera pintado del mismo color que la mesita. No me lo pensé dos veces y lo abrí, poco a poco, esperando encontrarlo vacío. No fue así; contenía una hoja de papel cuadriculado doblada. Cerré de golpe sabedora de que si tenía algo escrito no era para mí. Miré a mi alrededor para ver si la gente se había dado cuenta de lo que acababa de hacer, tenía la sensación de haber obrado mal, de haber producido un allanamiento de la intimidad. Por suerte, todo el mundo seguía inmerso en sus conversaciones, en su lectura o tecleando algo en sus blackberrys, por lo que suspiré tranquila intentando desacelerar los latidos de mi corazón. Era de las personas que nunca, nunca leía aquello que no me era ofrecido; ni siquiera de estudiante, cuando la voluntad es más voluble, aquella vez que el maestro me pidió que le llevara unos libros al despacho y tuve la ocasión de ver la lista de notas finales. Ni siquiera dudé un momento: dejé los libros y me fui, orgullosa por mantenerme fiel a mi integridad.

Pero ahora era diferente, era un papel expuesto en un lugar público. Bueno, tanto como expuesto, no, que estaba guardado dentro de un cajón. Sí, pero un cajón que puede abrir cualquiera y tener acceso a su interior. Seguro que alguien ya lo habría abierto y habría leído su contenido. O a lo peor habían utilizado el cajón como papelera. Seguro que era eso.

Intenté volver a mi escritura, releí lo que tenía escrito para volver a coger el hilo pero ya me había desconcentrado del todo y la visión del papel dentro del cajón medio abierto no hacía más que aparecerse en mi mente. Levanté la mirada para comprobar que todo el mundo seguía en lo suyo. Nerviosa abrí el cajón y ahí estaba, diciéndome “leeme”. A sabiendas de que ya era demasiado tarde y de que no me podría perdonar nunca (si la leía porque no debía de hacerlo y si no la leía por no haberlo hecho), cogí la hoja, la desdoblé y respirando con profundidad, la leí.

R5

7/9/11

El vacío

A veces me gustaría ser como  aquellos escritores, que tienen una vida terrible; fracaso como padres o madres, como maridos y esposas, como seres humanos, como amigos. Aquellos escritores que son dipsómanos, ególatras, que se creen en posesión de la verdad. Que no tienen dónde caerse muertos. Aquellos escritores que tienen una vida terrible e incontable, llena de muertes y abandonos, de dolor, soledad y miseria. A veces pienso que esa es la única manera de poder escribir. 

A veces pienso que es por eso que no encuentro el tema, que no sé de qué hablar, que no sé sobre qué escribir. Me desespero delante de la pantalla con la hoja en blanco, reflejo de la mente en ese momento y me gustaría correr hacia una copa de vino y otra y otra, por si así el tema lo conduce el alcohol por mis venas hasta el corazón y mi pensamiento es capaz de arrebatárselo y mis dedos capaces de transformarlo en palabras. A veces, muchas más de las que me gustarían, me siento vacía y esta oquedad no llena páginas.

Hubo una época en la que no me importaba nada de esto. Si estaba vacía no escribía y ahí acababa todo. Pero desde que tomé la determinación de que quería escribir, desde que planeé parte de mi vida para escribir, me desespera el vacío. Y no encontrar sobre lo que hacerlo me lleva a estados depresivos. ¿De dónde nace esta necesidad de escribir si no se tiene nada que contar?

6/9/11

La señora

Sentada en la mesa de enfrente de la mía, en el bar al que acostumbro a ir a escribir, una viejecita mira continuamente hacia la puerta.  Lleva falda negra y zapatos negros, sin medias, la punta de este, recortada, pues hace tiempo que un dedo se montó sobre otro y se los adapta ella misma para que no le hagan daño. Una blusa gris perla, transparente, con flores de raso y volantes por todos lados, deja ver una combinación de rasillo gris que me sugiere que en su juventud debió ser coqueta. Se la ve arreglada. Se ha crepado el pelo antes de salir de casa, como si pensara que así se veía menos la pobreza y la escasez de este. Sonrío al descubrir que por detrás lo lleva chafado, de estar estirada toda la noche, seguramente, sus brazos ya no tienen la flexibilidad para llegar a esa zona. Con la mano derecha se aguanta el antebrazo izquierdo, del que cuelga una bolsa negra que por la tensión parece contener algo pesado. Lleva cruzado un pequeño bolso de cuero que descansa en su regazo, un regazo que por su extremada delgadez me sugiere que nunca ha cobijado a ningún niño. Me conmuevo al pensar en su soledad.
No pierde detalle de toda persona que entra, la sigue con sus despiertos ojos, sin mover la cabeza, que permanece erguida, tal como le enseñaron en el colegio de señoritas cuando era niña. Su semblante, totalmente serio, parece inalterable, no puedo saber lo que opina ni lo que piensa, solo puedo ver el recorrido que hacen sus ojos y donde se detienen más de la cuenta, por algún inexplicable interés. La edad y el tiempo se han encargado de que las mejillas se le hayan venido abajo y eso le confiere una sensación de tristeza que se descubre totalmente falsa si se le mira a los ojos.
Sobre la mesa, una pequeña taza de café que se ha cansado de humear tras el primer sorbo que seguro ha encontrado demasiado caliente. En el borde de esta se distingue en color marrón resto del pintalabios que con mano trémula, imagino, ha cubierto sus labios esta mañana, antes de salir de casa. Al lado de la taza, un bolsito de redecilla metálica, que contiene monedas y algún que otro arrugado billete de cinco euros. Un paraguas merypoppiano descansa sobre la columna cercana a su mesita; hoy el día amenaza lluvia y desde el reuma, quiero creer, se ha tomado muy en serio esas amenazas.
El peso de la bolsa que lleva colgada en el brazo y la lasitud que el continuo peso hace aparecer  han ido desplazando el miembro a favor de la gravedad hasta incomodarle la postura. Se lo recoloca de nuevo y ase el brazo con su mano derecha con mucha más fuerza. La bolsa golpea sin querer la pata de madera de la silla y a pesar que la ropa de aquella amortigua el ruido se intuye que contiene algo duro y metálico.
No puedo apartar mi mirada de ella, voy disimulando como si estuviera pensando qué escribir. Cómo me atrae su austera elegancia y su imperturbable presencia y la intriga de qué contiene esa bolsa.

Al final, se toma el café de golpe en dos sorbos sin separar la taza de los labios entre uno y otro. La deposita con decisión sobre el platillo que contiene la cucharita y el sobre de azúcar intacto. Coge el monederito metálico y el paraguas. Se levanta y se dirige a la barra a para abonar su  café. ¡Una viejecita que en vez de cortado toma café!, me tiene totalmente embelesada.
Cuando se va, llamo a la camarera y le pregunto por ella.
Viene cada día; antes, con su marido, pero murió hace unos meses. Ahora dice que sale a pasear con él y que vienen aquí a tomarse un café. Creo que no está muy bien, la pérdida de su marido la ha trastocado un poco. Siempre se sienta en la misma mesa. Pide su café, se está un ratito y se va.
La camarera ha recoge mi mesa mientras habla conmigo. Cuando se retira, me tiro para atrás apoyándome en el respaldo de la silla y subiendo las manos hasta la cabeza echando para atrás los hombros, resoplo para sacar todo el aire de mis pulmones. He descubierto qué contiene la bolsa negra. Me quedo absolutamente prendada de mi viejecita.
R4

5/9/11

Volver, ¿es mejor volver?

¡Qué miedo cuando el pasado llama a tu puerta y tú no lo quieres ver! De alguna manera, el aire se vuelve más pesado, la sangre se densifica y en tu ser se aglutinan sensaciones que creías superadas. Llevas tanto tiempo trabajándote que aquello pasó y pasado está, que ver ante tu puerta, de nuevo, los brillantes trozos vertebrados de aquel amor o aquella amistad, crean confusión y regresión. La quietud se vuelve compleja de golpe, y el corazón y la razón vuelven a la carga. Te olvidas repentinamente de los días en que tu llanto hacía un receso al llegar la aurora. Y por más firme que sea tu decisión de que todo aquello acabó y acabó en su momento, se desata un terremoto interior que disuelve las necesidades, deshilacha los convencimientos y adelgaza las voluntades. No es de extrañar, entonces, que nos encontremos jugando sobre un tablero con los claro oscuros del presente enfrentándonos a nuestras sombras del pasado.

4/9/11

Escribir ficción

Retomo, después de mucho tiempo, mis lecturas y mi escritura en este estimado tren, cuyo vagón, testigo silencioso de mis sentimientos en estos últimos años, me ofrece su acostumbrada hospitalidad y acompaña mi pensamiento con ese seductor traqueteo al que me abandono, más de una vez, rindiendo mi escritura al estado de ensoñación que me provoca.
El libro que acabo de concluir me fue recomendado tras una charla, delante de un vermouth y unas patatillas, sobre mi incipiente novela. Esa misma tarde me lo compré. A pesar de su escaso grosor y sus pocos capítulos, no es un libro que se lea rápido pues invita a la reflexión continuamente.Mi lectura, pues, ha sido reflexiva, de análisis de comparar y variar mis propias ideas sobre el tema y de cambiar impresiones y sensaciones que debo poner en práctica antes de poder hablar y defender la idea.
En el libro se citan un montón de novelas y autores clásicos como ejemplo de lo que la autora afirma.
Creo que la lectura de esta obra es sólo de interés para todas aquellas personas que quieran ampliar sus conocimientos de narrativa.
Me encanta como escribe esta autora tenía que comentarlo.

3/9/11

La decisión

El gimnasio, una maravilla… Tantas horas sentada en el ordenador escribiendo, corrigiendo, navegando consiguen que, a mi madura edad, los músculos de mi cuerpo se vayan atrofiando paulatinamente, imperceptiblemente, con ese silencio traidor que solo el tiempo sabe crear. Te crees que este pasa en balde, pero un día te encuentras a tu lado un balde lleno de tiempo y de vejez.

Primero es una noche que al levantarte de la silla del escritorio notas un pequeño tirón en la nuca y no le das más importancia, simplemente mueves la cabeza de una lado a otro y de arriba abajo y das por acabado el hecho.

En otra ocasión, te levantas a la vez que con la mano en el ratón le das a inicio para apagar el ordenador y te cruje la rodilla derecha, ahí, detrás mismo de la rótula, con esa sensación de “se me ha roto y juro que no he sido yo”, e interrumpes todo movimiento hasta que el terreno esté bien inspeccionado por el cerebro y te atrevas a recuperar la verticalidad propia de la raza.

Lo próximo que puedes notar es que se te duerma un pie. Sin apercibirlo, has dejado de cambiar la posición de este (y del otro) mientras trabajas, tal como hacías antes. Lo peor es que con el tiempo el dormir ha llegado hasta la pierna y por último hasta la ingle. Cosa que se soluciona dando unos saltitos arrítmicos por toda la habitación hasta que la sensación de tu pierna se normaliza.

Y se sigue sin dar importancia al asunto, más que nada, porque la mente, ocupada en otros asuntos, es incapaz de globalizar los hechos aislados que van produciéndose. ¡Qué discreto el deterioro!

Pero llega un día en el que decides invitar a unos amigos a una comida informal en tu casa y decides preparar, pongamos, unos huevos revueltos con salmón y justo cuando el huevo está cuajado como a ti te gusta, sacas la sartén del fuego para volcar su contenido sobre una fuente y resulta que necesitas las dos manos  para poder realizar el movimiento, además de tener que pegar los codos a la barriga para poder sostener el peso. En ese preciso momento, cuando la sartén te tiene cogida por el mango es cuando tomas la decisión de que debes apuntarte a un gimnasio.

Lo demás es fácil: te informas de cuál es el mejor gimnasio para tus necesidades, te haces un plan de horarios para ver a qué clases puedes acudir o qué instalaciones son las que te convienen más. Te compras todo, absolutamente todo, el ajuar deportivo necesario para ponerte en forma (no nos olvidemos que ese es el objetivo), chándal, camisetas, calcetines, zapatillas deportivas, sin olvidarse de toallas para secar el sudor. Cinco cosas de cada, porque lo bueno es ir al gimnasio todos los días, antes del trabajo, o por la tarde, cuando ya has acabado toda la jornada. Cuando ya tienes todo, informas a todas a tus amistades que ahora irás a un gimnasio. Y el día que por fin debes empezar el gimnasio, te sientas en el ordenador y escribes: el gimnasio, una maravilla, para quién vaya, supongo.

R3

2/9/11

La verdad, nada más que la verdad.

Cogí la moto y conduje hasta donde estaba, sin pensar en el camino, sin mirar para nada la conducción. Pensando que una de las soluciones sería da un golpe de gas y acabar con todo; imaginando quién vendría a mi entierro, quién lloraría desesperada o quién no podría vivir sin mí. Ahora verían. Lloraba de emoción porque yo misma me veía en el velatorio, allá de cuerpo presente.
Fue tan fácil todo, señor agente. Las cosas siempre salen bien si no se planean: abrió la puerta y, en cuanto la vi, supe que tenía que matarla, con eses conocimiento profundo que una tiene de las certezas, ¿sabe? Si creyera en el destino casi podría decir que había nacido para eso.

R2

1/9/11

Empatía

Llegaron de golpe. Me enteré por la conversación de palabras entrecortadas y mal pronunciadas a voz en grito que de pronto ambientaron el principio de la silenciosa tarde de aquel domingo. Se pusieron detrás de mí, en la cola. Caía el sol de agosto de lleno. La sombra de la marquesina me separaba de ellos con una perfecta línea en el suelo. Un par de ellos decidieron sentarse en el escalón de las taquillas y avanzando con la dificultad de su descoordinado caminar así lo hicieron. Me di cuenta de que llevaban un cordón al cuello con una medalla de cartulina plastificada donde estaban escritos la dirección, el nombre y el teléfono para que la gente supiera donde recurrir en caso de pérdida. Estaban contentos, esa tarde les había tocado cine y hablaban de la película que iban a ver. Se entreveía a través de sus  sonrisas los dientes mal puestos debido a una cavidad bucal más pequeña de lo normal y la gruesa lengua que impedía la perfecta fonética esperada a su edad.

Detrás de mí estaba el monitor con más jóvenes de características similares que estaban callados y algo jadeantes por la solana que les caía encima. Cerca de aquel, la única mujer del grupo permanecía callada. Sus ojos de rasgo mongol miraban con interés el cartel de la película que iban a ver y contaba ayudada con su grueso índice el número de pitufos. Su boca entre abierta se movía como si fuera a pronunciar los números cada vez que señalaba uno, pero no emitía sonido alguno.

Sala uno. Sala uno. Sala uno fue lo único que pronunció.

La cola se fue alargando poco a poco. De casi el final de ella, una mujer exclamó con sorpresa y alegría:

—¡Marisa!

La niña Down se giró hacia ella y con una amplia sonrisa corrió hacia ella para acabar abalanzándose cariñosamente sobre sus brazos. La mujer la besó sonoramente una y otra vez. Y la niña se dejó hacer mostrando su felicidad a través de aquel abrazo que no acababa nunca.

¿Qué haces aquí, Marisa?

Voy a ver los Pitufos. ¿Y tú?

Yo voy a ver otra.

¡Ah! exclamó mostrando su absoluta decepción.

Perdón intervino el monitor prudentemente, ¿de qué la conoce?

Soy amiga de su padre. Hemos ido de viaje muchas veces juntos.

A Mallorca, a Montserrat. En autocar dijo la chica aplaudiendo cada vez que decía un lugar.

Sí, cariño, con el papa y la Claudia. ¿Te acuerdas de la Claudia?

Sí.

Para entonces, toda la cola del cine estaba pendiente de esta conversación.

¿Y dónde está el papa, cariño?

La niña con la mano derecha y el índice estirado señaló al cielo subiendo y bajando el brazo dos veces.

¿Quieres que vaya contigo a ver los Pitufos?

Aquel día, en aquella sesión, hubo un lleno inusual en la sala número uno.

R1