No voy a andarme con remilgos porque es lo más alejado de mi
definición. Ni penséis ni por un momento acribillarme con vuestras lenitivas
súplicas. Diré las cosas por su nombre, hiera o no hiera, que para algo las
bautizaron así.
Se terció hablar de tu excelsitud, lugar concedido a fuerza
de alabarte, cuando la realidad demuestra que eres inimaginablemente minúscula,
efímera y volátil. Te turba cualquier suspiro y entonces te vuelves beligerante
y obligas al personal a retrotraernos y a convertirnos en evasivas de lo que
fuimos; seres vacíos en busca de una ínfima lógica que nos resulte balsámica.
Aunque queramos quitar hierro, nuestra alma intelectiva sabe que somos ecos de
nuestra propia vida y sabemos que nuestra tarea no acaba cuando morimos, si no
cuando somos olvidados por la última persona que nos recuerda. Y a pesar de saber
que te marchitas nada más poseerte y muchos preferimos vivir pensando que no
existes, Felicidad, seguimos buscándote como objetivo de vida convirtiéndose
esta en una vida de fracaso. Pero queremos vivir hasta el último recuerdo, somos así y tú lo sabes.
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