Hoy me he levantado extrañamente feliz. No tengo motivo, ni expectativas
de que ocurra nada estupendo, pero la mente es así, y cuando le da la gana gira
su rumbo hacia un nuevo estado sin previo aviso. Y aquí estoy, con la
incongruencia de una estúpida sonrisa y encontrando todo primorosamente
maravilloso.
Tal es mi felicidad que esta mañana, en el dentista,
mientras esperaba mi turno, picoteaba un diario. He leído en la parte de
cultura que un tal Olivier Bourdeaut, de unos 36 años, había sido un fracasado
toda su vida, en los estudios, en el trabajo, en el amor. Y que hasta que no
había publicado su primera y única novela, no había tenido éxito. ¿Qué he
hecho? Salir del dentista e ir a comprármela. La tengo aquí al ladito. Con
ganas de leerla, pero me siento exultantemente feliz para hacerlo. Así que la reservo
para la noche.
Hace un mes, intentando salir del agujero donde siento que
estoy, me compré una pulsera. En aquel momento, me gustó. Pero con el paso del
los días le he ido cogiendo cariño y me ha llegado a apasionar. Pero tiene un
pequeño problema: cada vez que señalo con el brazo, o doy gas con la moto o
sacudo un poco la mano, salta por los aires y se estampa contra lo que
encuentra en su camino. La pulsera es como un brazalete abierto por un lado, de
plata, y en la parte contraria un resorte con muelle permite ponértelo en la muñeca. Este muelle está
demasiado flojo y por eso, al menor movimiento se abre y permite la salida de
la muñeca. Hoy, como soy feliz, he decidido ir a la tienda a que me dieran una
solución: cambiármelo por otro, o devolverme el dinero. Al final, como a todos
los del modelo igual les pasaba lo mismo, por 10 euros más me he comprado otra
pulsera que me encanta mucho más. Iba por la calle como si me hubiera comprado
una moto nueva, un perro, un viaje a Australia.
Como seguía con la felicidad, me he dado un homenaje y he
comido en un japonés. Cogía los palillos como si de un director de orquesta se
tratase. Feliz bañaba los sushi en su correspondiente soja y me deleitaba con
ellos masticándolos poco a poco. La gente me miraba. Al menos esa era mi
impresión; sé que me miraban porque se me veía muy feliz.
Ahora, se acerca la noche, y la felicidad sigue, pero mi
mente, ingeniosa, ya me está creando la duda de que mañana vuelva a ser un día
como hoy. Se ríe de mí y me dice: “Dintel, que la felicidad es efímera, y tú hace
más de doce horas que la tienes”. Y con esa sonrisa estúpida que me confiere
dicha felicidad, no me ha quedado otra que darle la razón.