Hubo un día, en que me armé de valor y con dos actores montamos una lectura de una selección de mis textos.
Desde el mismo momento en que los ofrecí para ser leídos, me
arrepentí. Son algo muy personal, que nace de dentro de las entrañas, que nace a
flor de piel y que nace de un alma rota y pegada de cualquier manera. Unos textos
que han llenado mis dedos al escribirlos por tener las manos vacías de amor y
caricias. Puse delante de mí en palabras una existencia. Eran unos textos que
querían ser una excreción de un amor apaleado, ajado y muerto a fuerza de los
días. Unos textos en los que había cesado la tortura de la esperanza, que había
estado ardiendo como si fuera una tea y me abrasaba el sentimiento y la
cordura.
Y sí, llegó el día de ser leídos delante de un público. Los
actores con su excelente interpretación, elevaron lo que había sido mi muerte
en vida a una comunicación entre alma y alma. El silencio se podía cortar. En
la sala se habían acompasado los corazones de cada una de las personas. Ni un
movimiento en la silla. Solo silencio y atención.
Mi corazón desbocado latía por cualquier parte de mi cuerpo;
en los oídos, en la muñeca, hasta en la pantorrilla. Mi respiración se aceleró
marcando el tempo del carrillón detenido en escena. Sentí que me venía un
mareo. Pero aguanté. Aguanté ese infinito tiempo en que oía todo lo que había
escrito con una lentitud pasmosa de metrónomo.
Y sin darme cuenta de nada, me sobresalté al oír los
aplausos del público. Estaba al final de la sala y me era crucial ver la cara
de la gente. No quería compasión. Tenía vergüenza de haberme desnudado delante
de tantas personas.
Me llamaron a saludar y tuve que recorrer el pasillo, entre
aplausos y sonrisas hasta el escenario. Saludar. Volver a saludar. Y entre
saludo y saludo, observar al público que parecía haber disfrutado de la
lectura.
Todo se convirtió en felicitaciones y expresiones de
admiración de lo bien que había sido interpretado y de lo preciosos que eran
los textos. Empecé a estar como en una burbuja llena de irrealidad.
Por la noche, en la cama, cuando me dediqué al repaso del
día, aún feliz por el éxito, me di cuenta que todos esos años de dolor y
desamor, de desesperanza y soledad, habían servido para divertir a un público
durante una hora.
Como decía mi madre: menos da una piedra.