Hace unos días que pienso mucho en el término “zoquete”. Es
el tema sobre el que se desarrolla el libro que estoy leyendo ahora: Mal de
escuela, de Daniel Pennac. Narrado en primera persona el autor se define como
tal; fue un niño al que la escuela le venía grande, no entendía nada de lo que
se le explicaba y todo el mundo tenía claro que no podía hacer nada más porque
tenía ese límite, ser un zoquete.
Yo no he sido para nada zoquete, más bien al contrario,
nunca he tenido problemas para entender los nuevos conceptos, tanto concretos
como abstractos. Pero me costó entender que hubiera gente que no entendiera las
mates o los análisis sintácticos. Dentro de mi inmadurez me era imposible
pensar que no todos tenemos las mismas capacidades.
En aquella época tenía una amiga íntima, de esas de “uña y
carne”. Con tanta dependencia una de la otra que al salir del cole y llegar a
casa ya nos estábamos llamando por teléfono. Un día, a la hora del patio, me
preguntó, “¿me puedes dar clases de matemáticas?” Totalmente sorprendida le
respondí con otra pregunta, “¿para qué quieres que te dé clases?”. Su
contestación me abrió un mundo: “no todos tenemos la facilidad que tienes tú
para aprender las cosas”.
Fue en ese momento, con mis once o doce añitos, cuando descubrí
que no todos tenemos la misma “mente”. Poco después descubrí que a pesar de tener
una extrema facilidad para adquirir conocimientos era una nulidad en todo lo
referente a lo que más tarde llamó Gardner inteligencia interpersonal. Cosa de
difícil solución porque nadie te puede ayudar a solucionar si no eres tú misma.
Y cosa, también, que me ha creado infinitud de problemas de convivencia a nivel
laboral y personal.
Ahora, los años han traído madurez y comprensión en los
aspectos emocionales e intelectuales y a pesar de que en mi fuero interno sigo
siendo igual, he aprendido a capear esos temporales que yo misma levanto a mi
paso.
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