Fue el pasado martes, durante la cena, cuando mi madre ya nos traía el postre y yo acababa de recoger los platos y cubiertos para despejar la mesa. Mientras cada uno se ocupaba de preparar su fruta salió un nuevo tema de conversación que estaba íntimamente relacionado con política. Estábamos hablando, parodiando y riendo sobre la archiconocida frase “España va bien”. Después de algunas risas y críticas sobre la imagen, el poco carisma y la falta de solvencia y aquella sonrisa patética del presidente de gobierno, fue cuando me decidí a comunicarles mi realidad.
−Mamá, papá, quiero ser política.
Siguieron riendo y mi padre, entre carcajada y carcajada me dio tres golpecitos en la espalda y me dijo.
−Tu sentido del humor, hija, es finísimo; parece el mío.
Al ver que todo el mundo seguía riendo, puse la cara más seria, supongo que lo fue tanto que ipso facto pararon de reír para adoptar una postura corpoerofacial peligrosamente desconocida.
−Mamá, papá, quiero ser política −repetí.
Lo primero que me dijeron era si me había sentado mal la cena, segundo me tomaron la temperatura y tercero llamaron a mi psicóloga. Mi padre regentaba un colmado que había heredado mi madre de su padre, y este de su abuelo cuando sólo era una tienda de ultramarinos. Mi madre, llevaba la casa y le ayudaba a despachar y también a preparar algún plato cocinado que viernes y sábados solían venderse bien. Cuando por la mañana a las ocho me despertaba mi madre, me decía que tenía el café con leche y las galletas en la mesa, que no se me enfriase y me daba un beso rápido con una caricia justa en ademán para ir corriendo a abrir el colmado, que estaba debajo de casa. Antes había recogido la cocina de anoche, había preparado la comida para que al mediodía hubiera lo mínimo que hacer, y había barrido y sacado el polvo a los lugares comunes de la casa. Mientras, mi padre se había levantado, había desayunado café y bocadillo de sobrasada, se había duchado y había bajado a tomar un segundo café en el bar de la esquina, con los otros tenderos, a esperar que fueran las ocho y media para abrir.
Era lógico que en ningún momento creyeran lo que acababa de decir, ya que al ser hija única, me tocaba ser la esclava del colmado y en ningún momento había cabida en el mundo de las ideas para pensar que yo quisiera dedicarme a otra cosa. Cuando mi padre vio que lo que en un principio imaginaba broma duraba demasiado me dijo en tono amargo:
−¿Qué te hemos hecho para que nos hagas esto? ¿Puede que no te hayamos educado bastante bien? ¿O quizá sea porque te hemos dejado viajar? Debía haber pasado más tiempo contigo −empezó a lamentarse mientras seguía buscando las causas de mi locura−. Ya está, seguro que tiene que ver con el golpe que te diste en la cabeza cuando tuviste el accidente de moto. O me quieres matar de un disgusto para cobrar la herencia, pues por este camino, no cobrarás ni un duro, entérate, ni un duro.
Mi madre, callada y seria observaba la escena. Desde ese día, la vida en casa se había vuelto agria, como de duelo. Un silencio constante ocupadaza las estancias a pesar de hallarnos en ellas.
Una noche, me metí en mi habitación sin cenar. Estaba harta de ver malas caras y oír suspiros de congoja a mi alrededor. Acababa de encender el ordenador cuando mi padre entró después de llamar con los nudillos y cerró la puerta tras de sí. Se sentó en mi cama.
−Mira, hija, un negocio familiar no es moco de pavo. Tal como está el mundo ahora, es la mejor oferta de vida que tienes. Eso de la política es para los fantoches esos que en su casa no tenían ningún camino que seguir y tuvieron que inventárselo. ¿Pero, tú? Tú madre y yo llevamos años luchando para llevar este negocio y ya sabes que no siempre ha sido fácil.
−Pero, papá…
−Escucha, tienes que entrar en razón. No en vano llevamos tantos años luchando. Mira, hubiera preferido que me dijeras que estabas embarazada o que eras bollera, antes de saber que no querías llevar el negocio familiar.
−Mira, papá, siempre has querido que hiciera lo que tú querías, daba igual mi opinión. Ahora dices que me hubieras preferido embarazada o bollera, pero sé que me lo estás diciendo de boquilla, porque si eso no entraba en tus planes, tampoco lo hubieras aceptado. Yo ya soy mayor y quiero seguir mis inquietudes.
−No estoy diciendo nada de boquilla. Una vez embarazada o ser bollera es algo que no permite otra opción. Pero tú quieres ser política cuando aquí tienes un negocio familiar que he estado subiendo para ti con el deslome de mi espalda. Hija, no, por ahí no paso.
Quedamos en silencio los dos, mi padre a la espectativa y yo recapacitando sobre lo que me acababa de decir. Había llegado el momento de claudicar.
−Papá, ¿tú quieres que me dedique al colmado?
−Sí, hija, quiero que te dediques. Pero más adelante. Ahora estudia una carrera, la que quieras. Viaja con tus amigas. Vive y disfruta tu juventud, porque cuando trabajes en el colmado, poco tiempo te quedará para ti.
−Bien, papá, tú ganas. Creo que estudiaré económicas, me ayudará a llevar el negocio familiar bien.
Mi padre, con cara de triunfador y más cariñoso que nunca, se levantó, me besó en la cabeza y abrió la puerta de la habitación para ir a comunicar la noticia a mi madre. Cuando ya estuvo fuera y noté como empezaba a cerrar la puerta, le dije:
−Papá, gracias por la conversación.
−De nada, hija.
Y sin girarme añadí:
−Por cierto, soy lesbiana, y como tu dices no vale la pena discutirlo porque no tengo otra opción.
Noté que la puerta se cerraba lentamente a mis espaldas. En mi cara bailaba una sonrisa, estaba convencida de que si me hubiese gustado habría sido una gran política.