Me han regalado este libro. Por mi cumpleaños. Mis amigos y
conocidos saben que suelo leer de todo, que no tengo ningún tipo de prejuicios
ante cualquier texto, sea novela, poesía, ensayo, cómic, teatro o como el que
ahora tengo junto al teclado de “autoayuda” (¡toma ya!).
La persona que me lo ha regalado está en un nivel emocional
mucho más alto y perfeccionado que el mío. No se altera, suele ser constante en
sus emociones y sobre todo en sus reacciones. Es cordial con todo el mundo,
siempre ve el vaso casi lleno (más que medio lleno) y es dulce y con una mirada
positiva ante todo. Lleva muchos años leyendo sobre cómo perfeccionarse
interiormente (y no me refiero con silicona) y trabajándose continuamente, y
yo, de reacciones primarias, negativas y sobre todo de niña malcriada, egoísta y
envidiosa, le tengo una admiración y… una envidia (para qué voy a engañaros si precisamente
estoy hablando de ello) que siempre le digo lo que me gustaría ser como ella.
Así que, primer paso: “léete este libro” y ya tienes mucho
para trabajar.
En la página 21 aparecen enumeradas (más adelante ya se
explicaran) las doce necesidades desmedidas e imperiosas que malogran la
existencia del ser humano. ¿Adivináis cuántas tengo yo?
En fin, dentro de un año, ya os contaré si surte algún
efecto todo mi trabajo sobre Mí.
Inmersa en mi libreta, con las palabras atolondrándose en mi
mano, preparadas para precipitarse a través de mi bolígrafo, me hallaba ayer.
El tren iba algo más vacío que de costumbre. A esta hora, casi al despuntar el
alba, es un placer viajar. El adormecimiento de los pasajeros me otorga el
silencio y la soledad que necesito para escribir, levantar la vista de la
libreta, mirar, pensar, imaginar e, incluso, escrutar descaradamente a mis
compañeros y compañeras de viaje.
Iba sentada en contra de la dirección del tren, junto a la
ventanilla, inmersa en mi libreta, como decía, cuando se acercó a mí una china
con una sonrisa de oreja a oreja. Levanté la cabeza al notar su presencia
mientras estiraba el brazo derecho sobre el alfeizar de la ventanilla. Hallé
una chica más o menos de mi edad (no me acostumbro a decir mujer), con los ojos
subrayándoles las cejas, cerrados a causa de tanta sonrisa, con el pelo negro
de punta y una estatura que hacía más honor que el que debía a la propia de su
raza.
─Solo quielo cogel el peliólico─dijo y señaló hacia el estante
portamaletas que teníamos sobre la cabeza, cuya transparencia me permitió saber
cuál era el objeto de su deseo. Me incorporé para sentarme bien, descrucé las
piernaslas recogí todo lo posible para
que tuviera el máximo espacio para “operar”.
Por mucho que estirara la mano, el cuerpo y se pusiera de
puntillas no alcanzaba a tocar la barra roja que sirve para agarrarse y se
halla algo más baja que el estante. Sin dudarlo, me levanté para ayudarla, con
tanta precipitación que no calculé que no tenía espacio suficiente para hacerlo
pues lo ocupaba ella, toda estirada hacia arriba, con la cazadora que se le
había subido por encima de los riñones, intentando mantener el equilibrio en
puntillas.
No sé cómo, al intentar controlar el impulso de levantarme
una vez que mi cerebro se percatara de que no tenía espacio suficiente, quedé
arqueada apoyándome sobre los pies en el suelo y los omoplatos en el respaldo,
con los brazos extendidos a mi lado, libreta y boli en cada mano, intentando
mantener, con el culo en alto, el equilibrio.
Cómo tenía que suceder, un traqueteo brusco del tren
solucionó la situación: caí sentada sobre el asiento y mientras, ella, a la
vez, perdió el equilibrio yendo a aterrizar de bruces sobre mí, apoyando cada
una de sus manos sobre cada una de mis tetas (partes prominentes donde las
haya) y, casi, boca con boca.
Lo único que fui capaz de hacer fue arquear las cejas
mientras permanecía bien quietecita esperando que ella se retirara de encima de
mí. Pero no se movía. Su sonrisa había desaparecido. Rápidamente entendí lo que
pasaba: para levantarse tenía que hacer fuerza sobre sus manos y estas estaban
ocupadas por mis pechos. ¡No sé iba a apoyar sobre ellos!
Así que me armé de valor, la cogí por la cintura, sin soltar
el boli y arrugando la libreta y la puse en pie. Roja perdida, la vergüenza
chillaba por todo mi ser, miré a mi alrededor con el afán de comprobar que todo
el mundo seguía dormido pero Murphi, gran amigo, había hecho de las suyas. Todo
el vagón nos estaba mirando con cara divertida. Mientras empiezo a sentir que
la incomodidad está a punto de hacerme estallar, oigo:
─Peliólico, pol favol!
No es que yo llegue al dichoso estante deloscojones, pero
harta ya del tema me subí encima del putoasiento y se lo bajé. Para la mierda
de noticias que hay que leer.
Encontraron a la mujer tendida en su cama. Cuando levantaron
el cadáver y empezaron la inspección de la habitación, hallaron todo de piedrecitas
perladas poliédricamente punzantes en todas sus caras y aristas, cubriendo la
almohada y parte de las sábanas.
Vuelvo a leer, poquito, pero leo. Añoro aquellas tardes de
sofá en las que me ponía a leer justo después de comer y cuando levantaba la
vista del libro ya había oscurecido y tenía que encender la luz para seguir
leyendo. Añoro también aquellos fines de semana en los que, sin obligación
alguna más que aprobar, me levantaba y me sentaba en mi escritorio a leer todo
el día, interrumpida solo por los momentos de ingestión.
Me duele mucho más de lo que soy capaz de admitir, ese amigo
lector que ha perdido la capacidad de lectura y sus libros se han convertido en
un recuerdo doloroso. Me duele porque soy incapaz de rozar la empatía por miedo
a que me pueda pasar a mí.
Soñé y me despertó el chasquido de la propia negrura.
Sucedió en mi sueño: desaparecerá el deseo y con él todo aprendizaje. Las sombras
de los porqués acecharán por las esquinas y los humanos nos convertiremos en
pasto de la ignorancia. A fuerza de amores gastados, de rechazar esfuerzos
vanos y no vanos, de derramar frases por callejones baratos, de masificarnos
sociabilizándonos, de controlar tiempos incontrolables, la predestinación
murmura: "toda banalidad triunfará".
Y al final se impondrá la ignorancia despiadada, y todas
aquellas semillas del saber dejaran de germinar en esta tierra yerma que
seremos los humanos. Ya no existirán los trofeos; sólo se oirá el estertor de
los perdedores. Eso es lo que debemos temer, la ignorancia atrevida acabará
gobernándonos. Y todo habrá empezado por un sueño simple al que no hice caso
premonizar lo que en un futuro próximo nos esperaba.
Tu gesto, tu mirada y tus palabras ralentizaran el caminar
de la noche y la sábana, ebria de tanto amor y sonrojada por el sexo pedirá rozar
tus labios suavemente con su embozo. Aún, bajo el hechizo de tu cuerpo, ambas,
sábana y yo, abolido el tiempo, derramaremos pasión cubriendo de besos tu lecho,
cubriendo de ardor tu deseo.
Da igual el tiempo que pase. Da igual si sea el día o no.
Despertarse a tu lado cada mañana es motivo de celebración. Cuando medio
adormecida empieza mi consciencia a tomar las riendas de mi cuerpo y mis sentidos
se desperezan en la silenciosa armonía que supone despertar, noto tu calor a mi
lado y la placidez del deseo de tocarte me invade atolondrando mi mano hacia
ti. La deposito en tu cadera, entre el espacio que deja el pantalón de pijama y
la camiseta, sobre tu suave piel, cálida y relajada de la noche de sueño. Es la prueba
de que existe este amor de final de cuento, de que no ha sido un sueño, de que
no me lo he inventado. Es la prueba de que un día más celebraremos nuestro amor
con los pequeños detalles que hacen que la vida juntas sea mucho más que un
sueño. Te quiero, amor.
No es necesario que diga lo poco competente que soy en el
mundo de la comunicación con respecto a los sentimientos. La inteligencia
emocional nunca ha sido mi fuerte y a estas alturas de la película en la que el
declive rige mi vida, tengo casi por seguro que nunca lo será.
Soy bastante incapaz de demostrar lo que siento, así, llanamente,
sin enrarecerme ni tensarme, sin sudar ni bloquearme. Pero con un boli en la
mano, con un teclado, las barreras que circundan mi interior se desvanecen y es
a través de la palabra escrita cuando consigo que fluyan, uno tras otro, los
sentimientos sin distorsión alguna.
Decirte que te quiero, que te aprecio, que te siento amiga,
puede parecer algo tópico, frío, carente de emoción. Por lo cual, voy a evitar
caer en la facilidad de mencionarlo y a rodearlo pertinentemente para que sea
la propia lectura la que me muestre.
Cuando debiera empequeñecer a tu lado resulta que mi orgullo
y mi admiración se acentúan porque eres grande. Y eres grande porque eres
sabia. Y, sabia porque eres tú; un tú férreo forjado a fuerza de contratiempos
a destiempo; forjado a cucharadas de madurez en vez de jarabe y juegos; forjado
a exigencias cuando te correspondía exigir.
Admiro tu nobleza en ideas y actos porque me confiere esa cordura
que en muchas ocasiones me falta. Admiro tu silencio, porque desde la humildad
eres capaz de enseñarme. Admiro tus arranques de furia, porque llevas
totalmente las riendas de ellos. Admiro tu dulzura escondida, aquella que sólo
muestras en determinados momentos. Por eso, en ningún momento, mi intención fue
herirte. Solo quiero disculparme por mi torpeza; a veces soy como un
elefante que pone su pata encima de huevo sólo para protegerlo. Pero no veas en
mis actos mala fe, si no vejez. Esa vejez que encierra una en sí misma, olvidando
sus aledaños y circunstancias, y volviéndonos egoístas y poco cuidadosas. Esa
mala vejez, que según veo, me ha tocado vivir.
¿Será que la rabia es mi motor de escritura? ¿Será que si mi
vida es estable y monótona soy incapaz de escribir ni una sola línea? ¿Será que
debo sentirme mal para poder sacar de mí todo ese fajo de pensamientos que me
oprimen sentimiento, corazón y razón?
Vomito. Y vomito porque me duele. El dolor de alma me
produce nauseas, es como si quisiera sacar todo mi interior, darme la vuelta,
ser reversible. Hacer desaparecer en el propio agujero negro de mis entrañas
toda clase de conciencia y hasta olvidarme de mí. Olvidarme con la quietud de
la muerte ingrávida, silenciosa y oscura del universo.
Te odio porque te añoro. Y a ti, también. Y, a ti. Y, tú
tampoco te libras. Os odio porque me habéis conducido al ostracismo de mi
propia persona. Os odio porque un día os creí y ahora no os tengo. ¡Qué odio
más inútil!, ni demostrarlo puedo.
Qué terrible autodestrucción desperdiciar noches de sueño en
pensamientos deseosos de perderse en brumas etílicas.