Como fuera de casa porque tengo una amiga a la que se le ha
podrido la ilusión. Llego antes al restaurante y pido por la mesa reservada por
ella. Me conducen hasta el final de la sala en una mesa para cuatro que solo
tiene dispuestos dos servicios. Me acomodo mirando el lugar. Nunca había estado
en este restaurante. Mi amiga dice que no se come demasiado bien, pero como que
no le hace ilusión nada ya le está bien. No pude decirle nada al respecto
porque sigo de pasta de boniato, como me quedé.
Llega tarde, cosa que no soporto. Supongo que la podredumbre
le impide tenerme contenta con su puntualidad. Me armo de paciencia. No soy muy
docta en las situaciones de ilusiones fermentadas, pero veo claro que la cosa
requiere paciencia.
Llega la camarera y nos narra el menú del día. Elijo de
primero una ensalada de brotes con queso de cabra y de segundo una hamburguesa
de verdura y champiñones acompañada por un tomate a la plancha y unas patatas
panadera. De postre una macedonia. Esta última me trae recuerdos de verano
preparándola con mi madre. Ella le pide al camarero lo mismo que yo. Me aclara
que no tiene hambre y que no le gusta nada de lo que le han ofrecido.
Le digo: “venga, cuéntame, ¿qué es esto de que se te ha podrido
la ilusión? Me dice que no tiene ganas
de hablar. Que no sabe ni por qué ha venido. De pronto, coge su bolso, se
levanta y se va sin decir palabra.
Me quedo yo con dos menús en la mesa, estupefacta y con un
principio de malhumor porque tengo la sensación que mi amiga ya ha conseguido
fastidiarme la tarde. No tengo ganas de hacer nada.
A media tarde, tirada, enfurruñada, en el sofá llego a la conclusión
que no debemos acercarnos a una persona con la ilusión podrida, es fácil que esos
hongos o bacterias te acaben infectando la tuya.