Mientras caminaba por la calle, me ha llamado una señora para darme algo que se me había caído: ¡Señora!
Lo he mirado extrañada porque no lo he reconocido. La señora
ha insistido que era mío, que lo había visto caer. Yo lo negaba y ella lo
afirmaba rotundamente. Me lo he guardado en un bolsillo, más que nada, para que
me dejara en paz, con la idea de, a la que perdiera de vista a la señora, tirarlo
en una papelera.
Caminaba con las manos en los bolsillos e iba haciendo rodar
la pieza entre mis dedos para ver si la memoria táctil, por vez primera, ganaba
a la visual. Nada de nada. Eso no era mío.
¡Qué errada que estaba! Cuando me he quitado el abrigo para
colgarlo en el perchero de la entrada, me he dado cuenta que faltaban trozos de
mí. Me he horrorizado al verme incompleta, ajada y vieja. Y es lo que tiene
envejecer: el pegamento que une todos los pedazos en los que te has ido
rompiendo también obedece a una obsolescencia programada.
Mejor me arranco los pedazos y los guardo en una cajita, al
menos no los perderé.