Toda la vida he madrugado. TODA. Pues ahora no puedo. Por
más que me pongo el despertador una y otra vez a la hora en la que me he
levantado siempre, cuando suena, lo apago y sigo durmiendo. Y, es más, me
despierto sobre las nueve y me giro y sigo durmiendo. Me apetece dormir y como
por la noche me cuesta muchísimo conciliar el sueño, pues me lo permito. ¿Quién
me lo va a impedir? Eso sí, luego, durante el día voy loca queriendo cumplir
los objetivos que me había marcado el día anterior, porque el día no me da para
más. Como dice siempre una compañera: “no me da la vida”.
Lo que más me sorprende es que fuera de este confinamiento,
sí que me daba y hacía un montón de cosas más. Porque, no nos olvidemos, a lo
que hacía, debía sumarle el tiempo de transporte (oh, que añoranza, viajar de
pie y como sardinas en un metro o en un autobús…). Así que, de nuevo, mi
propuesta para mañana será levantarme a las cinco y media, hora esta, en la que
antes me levantaba.
Y es que después de 26 días de confinamiento, cuando la
normalidad ha mutado a esto que estoy viviendo, ya no sé qué es normalidad, si
lo de ahora, o lo de antes. Me sorprende
descubrir que la normalidad no existe; que lo importante en esta vida es la
adaptación. Este concepto me lleva a los orígenes de las especies y me emociono
pensando en que esta toma de conciencia a la que estoy sometida me hace más
grande enfrentándome a mi yo de antes.
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