Perdona si no consigo arrancar de mis palabras este tono punzante cuando hablo de ti. La maledicencia se ha instalado en lo más hondo de mi garganta desde que no estás conmigo. Vivo perdida en un maridado de recuerdos que, su único fin, es anestesiarme el dolor que siento, dolor que ha impregnado mi vida y mis actos.
Es locura seguir amándote si no te tengo y, masoquismo,
pasar los días guardándote un espacio a mi lado en la cama. El tiempo quiere
atemperar este vacío doloroso que me acompaña, pero sus caricias no han hallado
cabida en mi desasosiego. No permito que nadie quiera borrar tu recuerdo.
Sé que a veces, sobre todo cuando hablamos, me comporto con
afectada inmadurez, con una especie de alegre desdén que no pretende otra cosa
que ocultarte lo que estoy sufriendo, los jirones en los que he convertido a mi
persona, noche tras noche, llorando por ti, teniendo la absoluta consciencia de
que te he perdido para siempre.
Te veo, te veo y te miro sin que te des cuenta. Busco, con
mi inagotable inventiva, cualquier momento para coincidir. Y tú me giras la
cara, no me saludas y oigo como mi corazón tintinea y chirría porque se le ha
hecho bola el amor. Traviesa egolatría la mía que hace ver que no le importas y
que no vive por estar pendiente de ti a cada instante.
Tú no te percatas de mi evidente incapacidad para negarte
algo. Pero a cada vez que se cruzan nuestras miradas, se borra una parte de mí,
y, cada vez que desaparezco un poco, me siento más cerca de expiar el haberte
perdido.
Vivo en la nítida narrativa secuencial de no aceptar que te
he perdido.