Cierro mi puerta a cualquier persona que corra o haya corrido
por mi vida. Busco la soledad y la tranquilidad de la que ahora carezco. Nunca
me he andado con remilgos conmigo misma, siempre he sabido qué suelo he pisado.
Así, que en el silencio de mi guarida, hago estallar el látigo sobre mi cabeza
para parar esa vorágine de sentimientos, que descontrolados, me piden
explicaciones. No tengo ganas de hablarme. Sólo repito, desde lo más profundo
de mi mente, una frase como de si un mantra se tratase: “lo que eres ahora es
lo esencial de ti”. De pronto, saliendo de la nada, un enorme rugido empieza a
envolverme. Se vuelve atronador y tengo miedo que sea el eco de mi vida. Mi
respiración se acelera, se contraacelera y deja de ser mecánica. Con cuidado, me
siento en el suelo y me estiro sobre las baldosas. Tengo pánico a dejar de
respirar. El corazón late y relate queriendo saltar de mi pecho. Debo poner la
mano en mi esternón, duele. Parece como si los latidos se quedaran almacenados
en él y se fueran sumando uno tras otro formando el epicentro del desastre. Sudo
y se me enfría la piel. Debe ser el helor de la parca que anda cerca. El rugido
no cesa, cada vez es más retumbante. Intento recurrir a mi mente.
Paradójicamente, es mi propio pensamiento quien me salva de él mismo. Trato de
encontrar una ínfima lógica que me resulte balsámica. Pero solo hallo un mapa
para una travesía de estupefacción. Un alma intelectiva como la mía sucumbiendo
ante el pavor. Nunca lo hubiera dicho. Me armo de valor y me asomo ante el gran
abismo de donde viene el rugido. Ipso facto, cesa y me encuentro cara a cara
con la soledad. Sus ojos se clavan en los m. Cómo duele su mirada. No me queda
otra que suplicar a voz en grito que sea como Medusa y me convierta en piedra.
1 comentario:
La autarquía nunca fue buena cosa. Si abres esas puertas seguro que te llegan buenas ideas.
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