Qué tiempos aquellos en los que el insomnio me hacía rozar lo bohemio. Me levantaba de madrugada, o no me acostaba, directamente, y me sentaba en el ordenador a teclear un rato. Abrigada en invierno y ligera de ropa en verano pero con la mesa del despacho, durante todas las épocas del año, cubierta de papeles y libros, alguna bolsa en la que quedaba algún caramelo o chuchería, o algún resto de galletas dentro de su paquete. Bebiendo directamente de la botella de agua, pues hace tiempo descubrí que bebía más agua si no utilizaba vaso. Conectada al chat, un chat que a estas horas solo se ocupa de favorecer conversaciones sexuales y que yo olvidaba por completo cuando me sumergía en la elaboración de algún texto. Así se me pasaban las horas hasta que sonaba el despertador, olvidado en la habitación de al lado, y me indicaba que otra noche más había cambiado el sueño por palabras.
Muchas veces, llegaba a casa por la noche, después de cenar o tomar algo con algunas amigas (sí, hubo una época en la que era un ser social y compartía mi tiempo con gente y creía en la amistad y todo esas mandangas de libros de Blyton) y me preparaba una buena copa de vino y antes de meterme en la cama me sentaba a escribir. Una palabra me llevaba a otra, y juntas en frase, a texto. E incluso, las noches más profundas, un texto me conducía a otro y a otro y a otro y a otro, comiéndome las noches a grandes cucharadas literarias, porque también leía.
Los días de vacaciones eran maravillosos, pues llegado el momento en que la luz empezaba a iluminar las calles y las farolas bostezaban antes de apagarse y dormir, apagaba mi ordenador entre desperezos y estiramientos y me dirigía a “romper el sueño” entre los abrazos de unas añoradas sábanas que me reprendían por mi ausencia. Dos horas, a lo sumo, tres era el tiempo que dormía; y no necesitaba más.
Ahora, no es que duerma mucho más. Los que somos de dormir poco lo somos durante toda nuestra vida, eso no cambia. Lo que ocurre es que poco a poco he ido cogiendo adicción al calor de la cama. Ese cálido y deseado calor humano que provoca el cuerpo dormido de alguien a tu lado. Me he encandilado de la armónica respiración de quién duerme feliz y seguro. Ahora, me seduce más, acurrucarme entre sus espacios y notar cómo su placidez se vuelve mía y desearla y respetarle el sueño. Y acariciarla sin que lo note. Y oler, oler el aroma a descanso que emite durante parte de la noche, esa parte que ya no me apetece compartir con las palabras.
6 comentarios:
Yo también noto los cambios en mis hábitos de trabajo, en la forma de socializar y en unas cuantas cosas más. El más bonito creo que es, sin duda, tener a alguien cerca, alguien con quien la complicidad se agranda y enriquece cada día. Y me gusta mucho cómo lo cuentas.
Claro que cambian las cosas, ya lo creo. :-) Me alegro, aunque sea a costa de la escritura ;-)
qué suerte poder disfrutar de tantas horas de vigilia, te las pases entre palabras o entre los pliegues de su piel,,,
Hay un tiempo para todo...
Me encanta como has escrito este texto...
Dintel, uno de los que mas me ha gustado. Precioso al cubo.
Un beso
Muy bonito Dintel.
;)
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