Ha llovido. Ha caído un chaparrón de esos de verano en el
que las nubes apenas necesitan media hora para descargar y dejar paso al sol
para que de nuevo continúe su trabajo, eso sí, en un ambiente más fresco. El
tiempo y el espacio están a punto de coincidir.
Marta, una niña de diez años que esa tarde iba con su madre
a visitar a su abuela no tenía previsto que su madre se parara a hablar en la
calle con una vecina.
Juan, que acostumbra a pasear al perro a las cinco, cuando vuelve
del trabajo, tuvo que posponer el ansiado paseo del chucho hasta que concluyera
el dichoso capricho nímbico.
Susana se pregunta por qué la ciudad se colapsaba de coches
siempre que caían cuatro gotas. Ya debiera haber llegado a casa de su hermana
para recoger a la peque. Se había incorporado hacía tres días al trabajo,
después de que su baja por maternidad concluyera y aun notaba muchísimo la
separación. Por lo que ella, que nunca coge el coche, ahora lo utiliza para
minimizar el tiempo y volver a sentir, lo antes posible, aquella “cosita
pequeñaja y tierna” entre sus brazos. La meteorología debiera ser más
considerada con estas cosas.
Marta se suele aburrir mucho durante las conversaciones de
los mayores. Cogida de la mano de su madre, sus pies empiezan a jugar con las
rallas de las baldosas. No tarda en descubrir cerca del borde de la acera un
charco plateado como un espejo. Se suelta de la mano y va corriendo a ponerse
de cuclillas al lado de este.
Juan ya ha salido de casa. Duna tira de él rápidamente para olismear
el árbol de delante de su portal, como tiene por costumbre. Su amo, debido a la
rutina de los paseos, le presta poca atención mientras va de un árbol a otro.
Susana no encuentra aparcamiento y lo deja en doble fila con
las luces de emergencia. No tardará ni dos minutos en volver porque ya le ha
mandado un wapp a su hermana para que tenga la niña preparada.
Marta observa la vida reflejada en el charco, ve los
edificios distorsionados y a su madre moviendo las manos de forma muy graciosa.
Más adelante, cuando estudie Platón, pensará en este momento y se perderá en
sus propios pensamientos.
Juan después de varios tirones de correa por parte del perro
decide soltarlo y que vaya un poco a su aire. El perro se queda parado tres o
cuatro pasos detrás de él. Juan se para y lo llama, pero no le hace caso. El
perro, desde lejos, contempla a Marta en cuclillas mirando el charco. Esta que
ya se ha cansado de la inactividad ha cogido una pequeña ramita. En su
pensamiento está jugar un poco con el agua.
Susana apaga el coche y quita la llave y se quita el
cinturón. Coge el bolso del asiento de al lado y con la otra mano abre la
puerta. Empieza a ir veloz. Sale y la cierra con un golpe seco. Y casi de
espaldas aprieta el botón de la llave para cerrar el coche. Se oyen dos pitidos
y las luces se encienden un par de veces. Pasa entre dos coches aparcados justo
en el momento en que el perro decide ir a por la ramita que tiene la niña,
pensándose que quiere jugar con él. Susana, por no tropezar con el perro da un traspié
y acaba pisando el charco en el que Marta está jugando. Del ímpetu, el agua
sale disparada y salpica toda la cara de Marta que ante la sorpresa de lo
inesperado suelta un pequeño chillido que coincide con el grito de Juan
llamando al perro.
Y ahí tenemos el final de la escena. Marta sentada en el
suelo con toda la cara mojada. Susana plantada en medio del charco sin saber
muy bien que hacer. Juan dando vueltas alrededor de ellas intentando coger al
perro para ponerle de nuevo la correa, mientras que este salta y corre contento
con la ramita en la boca pensando que se trata de un juego. La madre de Marta y
la vecina continúan hablando. No se han enterado de nada de lo que ha ocurrido
a su alrededor.