20/10/15

Tiempos

Me gusta llegar a la estación con el tiempo justo de bajar al andén, sacarme la chaqueta y organizarme: anudar el pañuelo de cuello en la bandolera térmica donde llevo la comida, doblar, según los cánones (con el forro hacia el exterior), la chaqueta y sacar el libro o la libreta de escritura. Y justo mientras estoy haciendo esto empezar a oír que anuncian mi tren.

Tengo la sensación de aprovechar el tiempo al máximo, y esto, me produce placer. A medida que las rutinas se convierten en lo que son, rutinas, voy perfeccionando el tiempo que requiere su realización. Sin prisas pero sin pausas, llego a dominar tanto la técnica de la temporalización que hasta me sobra tiempo.

Mi viaje dura cuarenta minutos y salvo que ocurra algo especial, el tren, que no funciona como los de antaño, cumple rigurosamente su horario. A estas horas, las seis de la mañana aun no lleva acumulados retrasos.

Durante el trayecto, suelo leer o escribir o meditar y crear. Haga lo que haga, se me suele hacer corto. Es una buena manera de empezar el día, con una lucha de tranquilidad que desaparecerá en seguida que llegue a mi trabajo. El viaje suele ser silencioso, la gente dormita o anda braceando dentro de su móvil o tablet. Algún joven acaba los deberes para la universidad o repasa algún dossier. Algunos otros, los menos, leen un libro o un periódico.

Solemos encontrarnos las mismas personas; la chica que duerme todo el trayecto, la que se pasa todo el invierno resfriada y no se saca de encima esa tos residual tan molesta, el chico que lleva los pantalones manchados de pintura y a lo largo del tiempo aumenta el cromatismo de estos, los tres señores que van a andar ataviados con ropa cómoda y pequeñas mochilas, el chaval lleno de granos, delgado, con gafas, que siempre se sienta cerca de las puertas de salida y parece tímido y vergonzoso.

Es el momento en que la temporalización de estas personas coincide en espacio con la mía. Sujetas todas a la velocidad que lleve el tren. ¡Cuánta física emanamos sin saberlo!

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