Me gusta llegar a la estación con el tiempo justo de bajar
al andén, sacarme la chaqueta y organizarme: anudar el pañuelo de cuello en la
bandolera térmica donde llevo la comida, doblar, según los cánones (con el
forro hacia el exterior), la chaqueta y sacar el libro o la libreta de
escritura. Y justo mientras estoy haciendo esto empezar a oír que anuncian mi
tren.
Tengo la sensación de aprovechar el tiempo al máximo, y
esto, me produce placer. A medida que las rutinas se convierten en lo que son,
rutinas, voy perfeccionando el tiempo que requiere su realización. Sin prisas
pero sin pausas, llego a dominar tanto la técnica de la temporalización que
hasta me sobra tiempo.
Mi viaje dura cuarenta minutos y salvo que ocurra algo
especial, el tren, que no funciona como los de antaño, cumple rigurosamente su
horario. A estas horas, las seis de la mañana aun no lleva acumulados retrasos.
Durante el trayecto, suelo leer o escribir o meditar y
crear. Haga lo que haga, se me suele hacer corto. Es una buena manera de
empezar el día, con una lucha de tranquilidad que desaparecerá en seguida que
llegue a mi trabajo. El viaje suele ser silencioso, la gente dormita o anda
braceando dentro de su móvil o tablet. Algún joven acaba los deberes para la
universidad o repasa algún dossier. Algunos otros, los menos, leen un libro o
un periódico.
Solemos encontrarnos las mismas personas; la chica que
duerme todo el trayecto, la que se pasa todo el invierno resfriada y no se saca
de encima esa tos residual tan molesta, el chico que lleva los pantalones
manchados de pintura y a lo largo del tiempo aumenta el cromatismo de estos,
los tres señores que van a andar ataviados con ropa cómoda y pequeñas mochilas,
el chaval lleno de granos, delgado, con gafas, que siempre se sienta cerca de
las puertas de salida y parece tímido y vergonzoso.
Es el momento en que la temporalización de estas personas
coincide en espacio con la mía. Sujetas todas a la velocidad que lleve el tren.
¡Cuánta física emanamos sin saberlo!
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