De pequeña, mis padres siempre discutían. Yo creía que era
por mi culpa. Mi madre quería una educación formal para aprovechar esa mente
maravillosa que decía que yo tenía y mi padre prefería que tuviera una
educación como cualquier niña. Recuerdo
que a mis cinco años ya era consciente de lo que estaba pasando por mi causa.
Cierto es que nunca me ha costado aprender, sobre todo
matemática, que es mi gran pasión. A los seis años ya dominaba toda la
matemática superior que se explicaba en cualquier instituto y me aburría como
una ostra en primero de EGB. Además, no me sabía relacionar con las niñas de mi
clase (por aquella época los colegios no acostumbraban a ser mixtos) por lo que
pasaba todo el tiempo sola. Tuve la suerte, en segundo de deslumbrar a la
señorita Elena, que fue mi tutora durante aquel curso y se encargó de buscarme
ejercicios de matemática superior, que creo que ni ella misma entendía.
Aquel año, papá cedió ante la insistencia de mamá y me
sacaron del cole para llevarme a una especie de internado de niños prodigio,
como se llamaba por aquel entonces. Me dolió mucho separarme de mi padre, pero
pronto la matemática se convirtió en toda mi vida. Allí tampoco tuve amigos, no
sabía relacionarme con aquellos niños tan especiales como yo. Además, tenía
todas las horas del día ocupadas con los estudios universitarios. A los ocho
años, me llevaba mi madre de la mano a la facultad de exactas. Me encantaban
las algebras, los análisis, las ecuaciones diferenciales y todo lo demás. Me
sentaba en la primera fila rodeada siempre por un montón de adolescentes que
solo pensaban en pasárselo bien y tener pareja para poder tener sus primeras
experiencias sexuales.
Antes de acabar los estudios universitarios estuve
trabajando en uno de los siete grandes problemas matemáticos: “la conjetura de
Hodge” y pude disfrutar analizando los estudios de Perelman sobre “la conjetura
de Poincaré”.
Creo que a pesar de disfrutar tanto con la matemática,
siempre he odiado ser como soy. Me hubiera gustado ser como cualquier niña de
mi edad y disfrutar de lo que es un columpio, o de mancharme con la tierra de
los jardines, o jugar a la comba con mis compañeras o lo que fuera que tocara
en aquel momento.
Mi vida no ha cambiado mucho. De un congreso a otro
explicando y estudiando nuevas conjeturas, sola en las habitaciones de hoteles
y recordando que una vez tuve un padre que luchó hasta lo indecible para que yo
pudiera ser feliz.
Papá, las matemáticas me hacen feliz, pero mi vida está
llena de asíntotas.
2 comentarios:
la matemática y la infancia deberían ser compatibles.
Aunque a veces nos empeñamos en tratar a los infantes como adultos.
Nosu, la matemática a estas edades debiera ser manipulativa y de investigación y descubrimiento. Ya lo decía Marie Curie y su marido, Montessori, Freinet, etc... Pero no se hace caso.
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