Llueve. No para de llover desde hace tres días. Estoy monásticamente
esos mismos días mirando por la ventana. El sonido de la lluvia, de noche,
arrulla. De día, emboba y adormece. La lectura se vuelve melancólica; la
escritura, también. Entre frases, ahora que estoy escribiendo, paro y miro por
el balcón, hacia fuera, como cae la lluvia, como no circula nadie por la calle.
El cielo gris continuo. Dejo vagar el pensamiento, a ver si se posa sobre un
buen tema para escribir y me conduce a una palabra que leí ayer y de la que no
conozco el significado: albedo (una cuantidad de porcentaje de radiación que
incide sobre una superficie). Es una maravilla teclear la palabra y obtener tan
rápido su significado, sin tener que moverte de la silla ni del teclado. Me
sigue alucinando que esto pueda ocurrir. La lectura de ayer trataba sobre lo
analfabetos científicos que somos. Nos movemos entre tecnología y no sabemos
para nada cómo funciona y, según el texto, ni nos importa. Eso nos convierte,
como he dicho, en unos analfabetos científicos a los que se les puede engañar
sin miedo a que descubramos ese engaño. Esto está pasando con el tema del
cambio climático: ¿a quién hacer caso?
Parece que ha disminuido la lluvia, empiezo a ver persona,
pocas, circulando sin paraguas por la calle. Los charcos ya no se chivan de la
lluvia, su superficie permanece quieta y cristalina. También se ve algún transeúnte
debajo de su paraguas, seguro que va tan metido en sus pensamientos que aún no
se ha dado cuenta de que ha dejado de llover. El cielo se ha deshilachado y
pueden verse en tonos gris más fuerte nubes cargadas de lluvia sobre un fondo
gris claro mucho más luminoso. El viento mece tres altas palmeras al otro lado
de la plaza y cuando las miro me siento acunada.
Redescubro mi infancia en los elementos. Soy extrañamente
feliz.
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