Había decidido, tras la ruptura, deshacerse de cualquier
objeto que tuviera que ver con ella. No por rabia, por enfado u odio. No. Sino
para dejar de sentir esa tristeza punzante en su interior. Así que un sábado,
cuando el alba se desperezaba y se desprendía de su rocío, rompió en mil
pedacitos los poemas de amor, cuyos versos convertidos en jirones fueron
incapaces de impedir la volatilización de tan profundos sentimientos. Más
tarde, cuando el sol tomaba oficialmente el cielo, tras recorrer una habitación
detrás de otra, se había desprendido de papeles, regalitos, recuerdos de días
perfectos donde el amor vestía las palabras, planos de viajes llenos de pasión,
el muérdago de la Navidad pasada, una botella vacía de su colonia que servía
como inhalador de la evocación y un sinfín de cosas más. Todo metido en una
mochila deteriorada por el uso que una vez le regaló y había dejado olvidada al
irse. Cuando, tras repasar, estuvo segura de que no quedaba nada en casa que
tuviera que ver con ella, bajó al contenedor y no sin dolor, me deshizo de
todo.
De nuevo en casa, se dio cuenta horrorizada de que aún
quedaba una cosa que le pertenecía a ella. Se dirigió al lavabo y delante del
espejo, se arrancó el corazón.
2 comentarios:
Desprendernos de algo propio siempre es autodestructivo.
Genial¡¡
Un bs
Clara, autodestructivo o sanador?
Publicar un comentario