Como no tenemos bastante ajetreo durante la semana y el
médico me dijo que intentara no perder actividad, este fin de semana pasado nos
hemos dedicado a organizar una “pequeña” fiesta sorpresa de 41 personas, en
casa.
La primera dificultad fue conseguir sillas. Nos hemos pasado
una semana organizando sillas de casa de familiares y amigos.
—Necesitamos treinta y dos, porque nosotras tenemos seis y
tres plazas en el sofá.
Esto lo dijo el lunes. El martes:
—He pensado que en realidad necesitamos treinta porque
tenemos seis, cogemos la tuya del despacho y caben cuatro en el sofá.
A mitad de semana, mientras nos acostamos:
—Con veintisiete hay suficientes. Tenemos seis, la del
despacho, el taburete del WC, la
escalerita de la cocina y en el sofá, lo he mirado bien, yo creo que caben
cinco.
Ya llegado el viernes los cálculos fueron otros:
—¡Veinticinco son suficientes! La del despacho, el taburete,
la escalerita, y en el sofá, apretadas caben siete personas.
Así que el sábado por la mañana, corriendo, corriendo, nos
dedicamos a primera hora a recoger las sillas de casa de la gente que nos las
prestaba. Nuestro coche parecía (en los tres viajes que tuvimos que hacer) una
furgoneta de recogida de mueble viejo. Al final, solo pudimos conseguir diecinueve
sillas.
—Mira, mientras unos se levantan a llenarse la copa, y otros
a picar canapés y demases, los otros se sientan. Así que van rotando. Además,
en el sofá caben…
—¡Sí! Cuarenta y un invitados —interrumpí.
Después del ajetreo de las sillas nos dispusimos a adquirir
todo aquello que el día anterior habíamos apuntado esmeradamente en una
infinita lista para que no se nos olvidara nada. Una interminable lista de
cosas que aún ahora seguía aumentando sin poderlo evitar. Porque, a ver: ¿quién
es el guapo o la guapa que sabe las cantidades de bebida y comida que se
necesitan para que cuarenta y una personas disfruten de una merienda cena sin
que se queden con hambre? O que no pase al contrario, que te pases un mes y
medio comiendo las sobras de la dichosa fiesta, que has tenido que congelar
para su conservación porque “sobróunmontóndecomida”.
Por lo que llenamos cuatro carritos; uno y medio con todo
aquello que necesitábamos y el resto llenos de “porsis” (coge esto por si…). Ya
nos andábamos por el cuarto carrito, ese en el que asomaban puerros y acelgas
(también debíamos realizar la compra para la semana) que me dice:
—Acerquémonos a aquella vinatería a ver si tienen el cava
que buscamos.
Después de arrastrar el carrito tres esquinas más allá,
cargado este como una mula, no tenían el susodicho cava. Y una, que es de las
que “no hay mal que por bien no venga”, cogió una botella de sidra.
—Son dos con diecinueve.
Busco en mis bolsillos y encuentro dos euros con quince.
—¿Tienes cuatro céntimos? —le pregunto la coorganizadora de
la fiesta.
—A ver, que lo miro.
Abre el bolso y empieza a sacar pilitas de papelitos y tarjetas
de lugares, tiquets de compra y no sé qué más. Al final, después de rebuscar
por el fondo del bolso, encuentra el monederito donde suele poner las monedas.
Al ver que tardaba y viendo que había tres personas en la
cola detrás de nosotras y que alguna de ellas había soltado un resoplido le
digo al dependiente.
—Un momento, que las está buscando —y me giro hacia ella y le pregunto—, ¿las
tienes?
—Sí, pero… están pegadas.
—¡¿Pegadas?! —pienso.
Y miro y veo ante mi sorpresa las dos moneditas enganchadas
por una cosa negra y ella intentando poner la uña entre ambas y haciendo fuerza
para separarlas.
En la cola, unos resoplaban, otros cambiaban el peso de pie
constantemente, uno, en concreto, dejo sobre una caja de cartón dos botellas
haciéndolas chocar entre ellas para demostrar su impaciencia. La persona que
teníamos justo detrás miraba al dependiente rogándole que hiciera algo.
—Bueno, da igual —dije dispuesta a sacar un billete de
cincuenta para cambiarlo.
—No, no. Espera —rebuznó
por el esfuerzo de intentar separar las monedas—. ¿Tienes algo para
separarlas? —preguntó al dependiente.
Este cogió las monedas y unas tijeras e intento cortar el
pegote negro que las unía.
—Es Nescafé —dijo ella con toda la naturalidad.
Yo no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—Es que cuando voy a un bar y pido un café con leche
descafeinado no utilizo todo el sobre y lo guardo aquí, con las monedas.
Acabada de decir la frase, el dependiente consigue separar
las monedas. Le miro y lo descubro mirándonos atónito, con una moneda en cada
mano y cada una de ellas con una buena cantidad de un pringoso chapapote de
Nescafé.
—Pues ya está, que tenga un buen día —le espeta con alegría
mi compañera.
Y me empujó para delante para salir. Yo no pude articular
palabra y el dependiente tampoco. Antes de abandonar la tienda, justo en la
puerta me giré y lo vi con las dos monedas
enganchadas en sendos dedos, sin atreverse a guardarlas en la caja
registradora. Tampoco las podía chupar por miedo que lo acusaran de tomarse un
café en horas de trabajo.