Hubiera necesitado que me dijeran: “agarra esa juventud que
en un abrir y cerrar de ojos habrá desaparecido”. Pero nadie lo hizo y si alguien
me lo hubiera dicho no le habría hecho caso porque el empuje mismo de la
juventud te engaña y te hace creer que es para siempre.
Veía a la gente mayor
y pensaba que nunca llegaría a estar como ella. De mayor yo no tendría dolores,
ni estaría cansada, ni aumentaría de peso, ni me descuidaría. Tampoco tendría
problemas de presión, ni de azúcar, ni de colesterol, ni muchos otros achaques
que entonces no podía ni imaginarme. Pero todo llega y todos tenemos que pasar
por un tipo u otro de aro.
Me contemplo en el vidrio de la ventanilla del tren y veo
como la vida ha pasado por mí. Debo reconocer que las arrugas me sientan bien,
al menos no es algo que me moleste. Lo que más añoro de la juventud es mi
sonrisa y mi energía, pero es que estoy tan cansada que mis facciones no pueden
ni sonreír. No me gusta que se me escape algún que otro gemido de dolor cuando
me levanto del sofá, o tener que mover muy rápidamente los dedos en mitad de la
noche porque se me ha dormido el brazo durmiendo. No me gusta nada tenerme que
controlar la presión, que es la única cosa en mí que tiene la energía
suficiente para estar más alta de lo normal. No me gusta tener que ir haciendo
agujeros extras al cinturón por un crecimiento autónomo de la barriga. Ni que
un resfriado me dure una eternidad y me tumbe en el sofá cada vez que vuelvo
del trabajo. No, no me gusta.
Supongo que a la larga me adaptaré a esta madurez para la
que me siento tan inmadura.
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