La noche había
sido larga, Marta se metió en la cama tarde con la esperanza de dormir unas
horas. Después de vaciar el plato con la comida de la cena intacta y fregarlo,
se puso a ordenar y limpiar los armarios
de la cocina. Empezó por el de debajo del fregadero, donde guardaba los
productos de limpieza. No hacía mucho que lo había hecho con su marido. Había
sido él quien, a penas de recién casados, le había enseñado que debía empezar
por ese.
—Es el que suele estar más sucio —le dijo cuando limpiaron juntos por
primera vez.
—Y tú ¿cómo lo sabes? —le preguntó
sorprendida. A pesar de llevar ya tres años de novios, su marido siempre la
sorprendía en este tipo de cosas.
—Pues, porque por mucho cuidado que se
tenga cuando se utilizan los productos siempre se moja el culo del envase y
este acaba por dejar un cerco en el armario.
—Míralo, el sabiondo.
—Y, como tú —añadió muerto de risa,
mientras la cogía de la cintura y la apoyaba contra la pared de la cocina—,
siempre tienes más de un producto de
cada, por si las moscas, tenemos todo un
cuadro abstracto de cercos en el armario —concluyó besándola para evitar
cualquier represalia.
Amaneció y,
estirada en la cama, seguía mirando el techo en espera que el tiempo pasara.
Los armarios habían quedado impolutos y la cocina, completamente recogida sin
embargo no había conseguido conciliar el sueño a pesar del cansancio y la
tristeza del día. Inés había insistido en quedarse con su madre hasta el
entierro, pero esta se puso firme y la mandó para su casa.
—Vale, mamá. Pero mañana te
vendremos a buscar a las nueve.
—No hace falta, hija. Me cojo un
taxi aquí mismo.
—¡Pero cómo vas a ir en taxi a
enterrar a tu marido! Cómo si estuvieras sola en el mundo y no tuvieras más
familia. Estoy yo, y Eduardo. No quiero que vayas al tanatorio en taxi.
—No quiero molestaros. Eduardo
seguro que debe tener mucho trabajo.—Me da igual el trabajo que tenga o
deje de tener. Estos son momentos para estar toda la familia junta. Vendrás con
nosotros y no se hable más.
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