Empezó a arreglarse con cuidado, despacio,
decidida a dedicar todas las acciones a
su marido. Se duchó durante largo rato, dejando que el agua cayera sobre su
nuca mientras, con la cabeza gacha y la mano apoyada sobre las baldosas de la
pared intentaba limpiarse de aquel incipiente sentimiento de pérdida. Salió de
la ducha y se envolvió en una enorme toalla de color tostado que le había
regalado su hija una navidad. Estaba colgada de la pared, junto al albornoz de
Antonio. Ella nunca había soportado los albornoces. Prefería secarse y
vestirse. En cambio su marido solía ponerse el albornoz después de la ducha y
estirarse un rato sobre la cama antes de vestirse. Tenía la costumbre de hacer
unos pequeños ejercicios de gimnasia doblando y estirando las rodillas y
haciendo girar los tobillos y las muñecas. Ella estaba tan acostumbrada a ello
que no le prestaba atención, sin embargo, esa mañana, mientras se secaba entre
los dedos del pie, sentada sobre el váter con el talón apoyado en el bidet, en
su mente se sucedían las imágenes de su marido haciendo esa serie de
ejercicios. Igualó la cadencia de sus movimientos a la de los que hacía su
marido en su imaginación. Así se fue secando todo el cuerpo hasta llegar al
pelo en donde se paró mirándose al espejo mientras su marido yacía muerto, en
albornoz, sobre la cama, en la misma postura que lo había encontrado en la
realidad.
Marta se estuvo mirando un rato a los
ojos, quieta, notando una ducha de sentimientos desconocidos. Por un lado la
inseguridad del futuro, por otro, el de terrible pérdida; también vacío e
incipiente soledad. Pero lo que más le sorprendía es que había desaparecido el
sentimiento de dolor. Miró el reloj que estaba sobre una de las repisas del lavabo. El tiempo se
le tiraba encima; faltaban quince minutos para los nueve.
Llamó a su hija para pedirle prestada una
blusa negra puesto que no encontró ninguna. Esta le dijo que no se preocupara
que tenía una que le sentaría muy bien.
Le subió la blusa mientras Eduardo se
quedaba en doble fila esperando. Su madre la esperaba sentada a los pies de la
cama. Estaba completamente arreglada, peinada, con los labios pintados y con la
falda y la combinación puesta. El bolso y el abrigo preparados encima de las
sábanas.
—¿Y esa combinación?
—La tenía por aquí. Creo que es del año de
la catapún —se inventó sin ganas de explicar la verdad.
—Pero
no te daba alergia si no era…
—Cuando era joven no tenía tiempo de tener
alergias.
Inés le dio la blusa y se sentó en la cama de su padre. Su madre
abrió la boca para decirle algo pero cambió de opinión y se apresuró en acabar
de ponerse bien la blusa por dentro de la falda.
—Mamá, ¿no me has dicho siempre que la
ropa de la calle no se puede poner directamente sobre las sábanas?
—Cierto. Pero hoy no he tenido ganas de
hacer la cama. Ya las cambiaré cuando volvamos.
Cuando se acercaron al coche, Eduardo hizo
un gesto de impaciencia señalándose el reloj de muñeca. Inés cedió el puesto de
adelante a su madre y se sentó en la parte de atrás cerrando la puerta con más
fuerza de la necesaria. Eduardo le dio el pésame a Marta mientras giraba la
llave de encendido y esta murmuró algo parecido a muchas gracias. Apenas se
puso en marcha el coche agarró con una mano el bolso y con la otra el cinturón
de seguridad que le molestaba en el cuello y se dispuso a viajar en silencio.
—Vamos a llegar tarde al entierro de tu
padre. Siempre dejáis las cosas para el
último momento —dijo Eduardo.
—Perdona que no hayamos programado bien la
muerte de mi padre —le espetó Inés. Eduardo no contestó—. Mamá, ¿qué tal has
dormido?
—Bien, hija, bien —mintió con ganas de
poca conversación—. Me he ido despertando, pero he descansado.
—No voy a coger por Diagonal porque vamos
un poco justos de tiempo y es hora punta —explicó Eduardo—. Ya te dije de
quedar un poco antes, que a las nueve era muy justo. Cuando lleguemos ya se lo
habrán llevado al crematorio.
—Vamos Eduardo, no era cuestión de quedar
tres horas antes para llegar al tanatorio y tener que estar esperando. Además,
mi madre tenía que descansar. Es un momento duro para ella.
—No, si por mi…
—Vamos a llegar los últimos —interrumpió
Eduardo—, y debiéramos ser los primeros. La familia es quien debe recibir.
—Esto no es una fiesta ni ninguna
recepción en que nosotros seamos los anfitriones —dijo Inés y se agarró de los
reposacabezas delanteros y, de un salto,
se sentó en la punta de su asiento.
—No he dicho eso. Pero es de buena
educación estar ahí para ir recibiendo el pésame de todos los asistentes.
—No pasa nada —dijo Marta—, los más allegados
vinieron al velatorio y ya me dieron su pésame.
—Pues mira, seremos los últimos —levantó
la voz Inés—. Somos así de originales.
—Por esta calle no hay casi tráfico. Ya
veréis cómo no llegamos tarde.
Pero bien lejos de su intención lo único
que consiguió Marta es que se creara un silencio cada vez más duro y más frio.
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