Eduardo las dejó en la puerta y se fue a aparcar el coche. Se
dirigieron hasta la capilla donde se iba a celebrar el funeral. Vecinos, amigos
y un montón de gente desconocida estaban esperando a que llegaran.
Pasaron a la sala y todos se fueron
distribuyendo por los bancos. Marta se sentó en el primero, cerca del ataúd,
con su hija. En el primer banco del otro lado del pasillo se colocó la familia
por parte de Antonio. Miró a su cuñada, iba completamente arreglada. Llevaba
una falda de tubo negra, una blusa del mismo color bastante transparente con un
par de flores bordadas en hilo negro de seda que brillaban según como le
incidía la luz, y un bolso de mano de terciopelo, estrechito, con una pequeña
cadena dorada que colgaba levemente de uno de los lados.
—Mira a Ana Mari, parece que estrene la
ropa para este entierro. Y yo, con una falda del año de la María Castaña y una
blusa prestada por mi hija.
—Ay, mamá, en qué cosas te fijas. Lo mismo
no tenía nada negro y se lo ha tenido que comprar corriendo.
—Pues se podría haber comprado algo de
usar una vez y no este “pretaporté” tan llamativo.
—¡Mamá, en qué cosas piensas!
—Si tu padre estuviera aquí pensaría lo
mismo que yo.
A Inés empezaron a brotarle unas
silenciosas lágrimas. Parecía que las retenía en los ojos y tragó saliva para
intentar controlarse.
—Ya puedes llorar, hija, no debe darte
vergüenza, era tu padre.
—Y tu marido —añadió hipando para
convertir el sollozo en respiración—, y sin embargo no te he visto derramar
ninguna lágrima. Sólo criticar a tu cuñada.
—Ya he debido llorar todo lo que debía
llorar estos dos días —dijo mientras se giraba para mirar a la gente sentada en
los bancos de atrás—. Está lleno. No vino tanta gente al velatorio. Hay muchas
caras que no conozco.
Y se incorporó para intentar ver las filas
de más atrás.
—Y yo no te conozco a ti. Haz el favor de
sentarte.
—Mira, ahora entra Eduardo —y se puso de
pie del todo e hizo un gesto con la mano para indicarle que fuera a sentarse
con ellas.
Eduardo dijo que no con la cabeza y se acomodó
en las últimas filas. Entró el cura en la capilla e inició la misa. Marta se
sentó y escuchó atentamente sus palabras. Se sentía muy extraña, parecía que
nada fuera con ella. Tenía la sensación de estar en el funeral de alguien poco
allegado. Miró el ataúd, estaba cerrado. Su hija se había encargado de todo.
—¿De qué madera lo quieres?
—Me da igual —contestó mientras jugaba con
el tapetito de ganchillo que estaba encima de la mesa del comedor.
Se habían sentado con todos los prospectos
que la funeraria les había proporcionado. Antonio era de los que se había
pasado la vida pagando los muertos y ahora ellas sólo tenían que elegir las dos
o tres opciones que les daban.
—De roble, pues. Entra dentro del
presupuesto. ¿Quieres el ataúd abierto o cerrado? Aquí hay uno estilo americano
—leyó—: con túmulo superior y apertura parcial.
—¿Quieres un café?
—¡Mamá! Tengo que llamar inmediatamente
para que lo preparen todo para el velatorio.
—Me da igual. Decide tú. Lo único que
quiero es que lo incineren. Tu padre es lo que deseaba, no quería que se lo
comieran los gusanos. ¿Quieres un café o no?
—No, no me apetece nada. Tomo las
decisiones pero después no te quejes —dijo y se concentró en los prospectos y
en la toma de decisiones—. ¿Qué ropa quieres que lleve?
—El traje crudo de hilo, es el que más le
gustaba. Y los zapatos marrones nuevos que se había comprado para esta
primavera. No los había estrenado aún, se los había comprado expresamente para
ese traje y estaba esperando que hiciera algo más de calor para ponerse el
conjunto completo. Ya sabes que tu padre es —se interrumpió, se cogió ambas
manos restregándolas poco a poco y
continuó en voz algo más baja y sin tanto énfasis—, que tu padre era muy coqueto.
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