24/2/18

Capítulo 2 (4)


Eduardo las dejó  en la puerta y se fue a aparcar el coche. Se dirigieron hasta la capilla donde se iba a celebrar el funeral. Vecinos, amigos y un montón de gente desconocida estaban esperando a que llegaran.
Pasaron a la sala y todos se fueron distribuyendo por los bancos. Marta se sentó en el primero, cerca del ataúd, con su hija. En el primer banco del otro lado del pasillo se colocó la familia por parte de Antonio. Miró a su cuñada, iba completamente arreglada. Llevaba una falda de tubo negra, una blusa del mismo color bastante transparente con un par de flores bordadas en hilo negro de seda que brillaban según como le incidía la luz, y un bolso de mano de terciopelo, estrechito, con una pequeña cadena dorada que colgaba levemente de uno de los lados.
—Mira a Ana Mari, parece que estrene la ropa para este entierro. Y yo, con una falda del año de la María Castaña y una blusa prestada por mi hija.
—Ay, mamá, en qué cosas te fijas. Lo mismo no tenía nada negro y se lo ha tenido que comprar corriendo.
—Pues se podría haber comprado algo de usar una vez y no este “pretaporté” tan llamativo.
—¡Mamá, en qué cosas piensas!
—Si tu padre estuviera aquí pensaría lo mismo que yo.
A Inés empezaron a brotarle unas silenciosas lágrimas. Parecía que las retenía en los ojos y tragó saliva para intentar controlarse.
—Ya puedes llorar, hija, no debe darte vergüenza, era tu padre.
—Y tu marido —añadió hipando para convertir el sollozo en respiración—, y sin embargo no te he visto derramar ninguna lágrima. Sólo criticar a tu cuñada.
—Ya he debido llorar todo lo que debía llorar estos dos días —dijo mientras se giraba para mirar a la gente sentada en los bancos de atrás—. Está lleno. No vino tanta gente al velatorio. Hay muchas caras que no conozco.
Y se incorporó para intentar ver las filas de más atrás.
—Y yo no te conozco a ti. Haz el favor de sentarte.
—Mira, ahora entra Eduardo —y se puso de pie del todo e hizo un gesto con la mano para indicarle que fuera a sentarse con ellas.
Eduardo dijo que no con la cabeza y se acomodó en las últimas filas. Entró el cura en la capilla e inició la misa. Marta se sentó y escuchó atentamente sus palabras. Se sentía muy extraña, parecía que nada fuera con ella. Tenía la sensación de estar en el funeral de alguien poco allegado. Miró el ataúd, estaba cerrado. Su hija se había encargado de todo.
—¿De qué madera lo quieres?
—Me da igual —contestó mientras jugaba con el tapetito de ganchillo que estaba encima de la mesa del comedor.
Se habían sentado con todos los prospectos que la funeraria les había proporcionado. Antonio era de los que se había pasado la vida pagando los muertos y ahora ellas sólo tenían que elegir las dos o tres opciones que les daban.
—De roble, pues. Entra dentro del presupuesto. ¿Quieres el ataúd abierto o cerrado? Aquí hay uno estilo americano —leyó—: con túmulo superior y apertura parcial.
—¿Quieres un café?
—¡Mamá! Tengo que llamar inmediatamente para que lo preparen todo para el velatorio.
—Me da igual. Decide tú. Lo único que quiero es que lo incineren. Tu padre es lo que deseaba, no quería que se lo comieran los gusanos. ¿Quieres un café o no?
—No, no me apetece nada. Tomo las decisiones pero después no te quejes —dijo y se concentró en los prospectos y en la toma de decisiones—. ¿Qué ropa quieres que lleve?
—El traje crudo de hilo, es el que más le gustaba. Y los zapatos marrones nuevos que se había comprado para esta primavera. No los había estrenado aún, se los había comprado expresamente para ese traje y estaba esperando que hiciera algo más de calor para ponerse el conjunto completo. Ya sabes que tu padre es —se interrumpió, se cogió ambas manos restregándolas poco a poco  y continuó en voz algo más baja y sin tanto énfasis—, que tu padre era muy coqueto.

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