Una amiga me invitó a
cenar a su casa ayer. Apenas hubimos terminado, se puso de pie, con cara entre
espanto y asco señalándome algo (si hubiera sido alguien hubiera muerto del
susto) que había detrás de mí. Microsegundos después de verle la cara, mi
cerebro reptiliano, hábil en resortes, mandó levantarme de la silla y
ocupar el lado opuesto de la mesa para observar qué era aquello que había
perturbado a mi amiga.
De entre una bolsa
situada encima de una caja de cartón, salían dos largas, filiformes y doradas
antenas, y unas patas articuladas con las mismas propiedades áureas que el resto
del cuerpo. Mi amiga llena de espanto desapareció rápidamente del comedor
mientras me gritaba: “vigílala”.
Y allí me encontré, sola
con una cucaracha rubia bajo mi cargo y pensando cómo se debería llamar ese
miedo acérrimo que algunas personas padecen ante los artrópodos (blatofobia es
fobia a las cucarachas, lo he buscado). No me dio tiempo de pensar nada más que
volvió a aparecer mi amiga, insecticida en mano, y dándole gas a fondo; por
delante, por detrás, por arriba, por abajo de la caja y de la bolsa.
Me imaginé la pobre
cucaracha finiquitando sus días en aquel momento. Ella, que viene de una estirpe
que burló a las glaciaciones, a los volcanes y a los terremotos, que sobrevivió
a la extinción de dinosaurios y demás especies. Ella, que en aquel momento,
debatiéndose, daba significado a la expresión, “no somos nadie”.
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