Muchos domingos de verano, después de dormitar por la mañana
en el sofá de casa o de haber estado maricondeando algún armario, me ducho y
salgo a comer. Normalmente suelo ir a un restaurante japonés que antes tenía
bufet libre en una cinta y ahora tiene bufet libre en unos papelitos donde se
debe poner el número a comer.
Al principio me sentía rara yendo a comer sola. Hasta
entonces siempre había ido acompañada. Así que el primer día intenté pasar
desapercibida. No tardé mucho en estar como Pedro por su casa; llegaba y ya
sabían que bebería agua del tiempo. Me traían sin pedir los edemames, como unas
judías verdes en su vaina. Y poco a poco supieron que tipo de sushi era el que
me gustaba.
Hace dos domingos, siguiendo mi costumbre, salí a comer
fuera. El japonés estaba cerrado, no por día de fiesta, si no por abandono de
negocio. Había cerrado para siempre. Se me quitaron las ganas de salir a comer.
Así que volví sobre mis propios pasos y me estiré de nuevo en el sofá. Notaba
la tristeza en mí. No una tristeza profunda, de las que cala y agujerea el
corazón, no; una tristeza de aquellas que te pone tu nueva situación delante de
los ojos, que te hace comprender que ahora eres huérfana de sushi.
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