18/6/19

Japonés


Muchos domingos de verano, después de dormitar por la mañana en el sofá de casa o de haber estado maricondeando algún armario, me ducho y salgo a comer. Normalmente suelo ir a un restaurante japonés que antes tenía bufet libre en una cinta y ahora tiene bufet libre en unos papelitos donde se debe poner el número a comer.

Al principio me sentía rara yendo a comer sola. Hasta entonces siempre había ido acompañada. Así que el primer día intenté pasar desapercibida. No tardé mucho en estar como Pedro por su casa; llegaba y ya sabían que bebería agua del tiempo. Me traían sin pedir los edemames, como unas judías verdes en su vaina. Y poco a poco supieron que tipo de sushi era el que me gustaba.

Hace dos domingos, siguiendo mi costumbre, salí a comer fuera. El japonés estaba cerrado, no por día de fiesta, si no por abandono de negocio. Había cerrado para siempre. Se me quitaron las ganas de salir a comer. Así que volví sobre mis propios pasos y me estiré de nuevo en el sofá. Notaba la tristeza en mí. No una tristeza profunda, de las que cala y agujerea el corazón, no; una tristeza de aquellas que te pone tu nueva situación delante de los ojos, que te hace comprender que ahora eres huérfana de sushi.

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