Una compañera
de trabajo siempre me dice que en el tren, volvemos juntas a casa, siempre
atraigo a las personas raras. Nunca me le ha creído, pero debiera plantearme con
seriedad que tiene razón.
Los trenes,
esta mañana, como tantas veces no cumplían con su horario. El hacinamiento en
los andenes cada vez era mayor. Tanto es así que he temido por mi vida ya que
estaba en primera fila cerca de las vías, con el peligro que ello conlleva. No
es que me estuviera empujando nadie ni nado golpes por detrás, pero la pequeña
invasión de mi espacio vital hace que mi fantasía se desborde a sus anchas; ha
aparecido el miedo a ser empujada a la vía.
El tren ha
llegado, por fin. Esta vez he tenido suerte porque me he podido sentar. Delante
de mí, de pie se ha quedado un hombre cincuentón (y unos cuantos más) con el
móvil en manos libres. Lo llevaba pegado a su pecho y de vez en cuando lo iba
mirando. Este comportamiento en sí ya me ha parecido raro en sí. Quien lleva un
móvil pegado al pecho y en el que apenas se oyen unos susurros de voz, porque
con su gran mano impide que el sonido salga por el pequeño altavoz.
Dos paradas
más y ha podido sentarse, delante de mí en los asientos de la otra fila,
mirando en el mismo sentido que yo. Se ha debido sentir cómodo y en soledad
porque ha separado el móvil y se ha puesto a mirarlo. No he prestado atención,
sólo he pensado que el sonido era deficiente, se seguía oyendo un ruido en
forma de susurro.
Me he
abstraído. Es algo que no me cuesta hacer y que me encanta, ¿qué recovecos cerebrales
visitaré en esta ensoñación? De pronto, sin saber qué ha hecho fijar mi atención,
me he fijado en la pantalla. Había una mujer gruesa, vestida con una
combinación interior como la que debía llevar Dulcinea del Toboso y cuya
estrechez hacía que los pechos se le juntaran y que salieran casi de su
interior. La imagen sólo mostraba los pechos y parte del cuello. A la mujer se
la veía tendida en una cama, con las sábanas arrugadas bajo ella.
Me ha costado
caer del guindo. Lo que estábamos viendo, el hombre y yo, era una skype pornográfico,
una vídeoconferencia a la lívido, que también al alivio. Y esos susurros no
eran más que unos espantosos y postizos jadeos por parte de la mujer. El
asombro me impedía apartar la mirada del señor y de la pantalla de su móvil.
Ha bajado
unas cuantas paradas antes y me he dado cuenta de que había hallado la
respuesta a una pregunta: ¿quién va en un tren de RENFE abarrotado de personas
con una vídeoconferencia pornográfica en curso?
Nota: debo poner
al día a mi amiga, esta vez no viajaba conmigo.
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