El curso fue siguiendo su curso (ja, ja, ja, no me he podido reprimir). Y fueron ocurriendo diferentes acontecimientos. Todo iba bien, mi amiga, Andrea, se iba recuperando de su ruptura. La había aceptado y con mucha más madurez de la que yo tenía, había desplazado a su amor al rango de amistad. Yo hubiera tenido que dejarlo de ver porque no habría sabido colocar las cosas tan bien en su lugar y seguiría dominada por el dolor. “Prefiero quererlo como amigo que perderlo del todo”, me confesó mientras nos comíamos un bikini en nuestra granjita.
Pero de pronto, llegó el final de curso. Faltaba aproximadamente un mes, lleno de estudios y exámenes finales (porque entonces teníamos cinco evaluaciones y la final nos examinaban de todas las lecciones impartidas de cada uno de los libros). Un día de esos, la hermana del ex de mi amiga, Inés (ya había explicado que era de nuestro grupo), nos dijo: “me voy del cole. La empresa ha destinado a mi padre a Madrid.” A todo el grupo se nos cayó el cielo encima. ¡No podía ser! Era alguien muy querido por todo el grupo. Ahora que todo estaba en tranquilidad.
Con respecto a mí, nos habíamos hecho muy amigas, sobre todo porque su hermano salía con Andrea y casi no la veía, por lo que pasé mucho más tiempo con Inés. Me dolió un montón la noticia.
Ahora todo iba perfectamente; salíamos el grupo entero y nos lo pasábamos muy, pero que muy bien. Andrea, Inés y yo éramos un trío de una muy buena amistad y, ahora, se iba a romper ese tándem que me hacía sentir tan bien. Tocaba escribir otro poema.
El poema trataba del dolor que me había producido la noticia de la despedida. Creo que era la primera vez que se iba a romper una de mis amistades por circunstancias externas. Ya avanzo que, a pesar de irnos carteando, la amistad se fue diluyendo. No debía ser tan fuerte como yo pensaba. Las amistades de la adolescencia cuando se rompen a esas edades se asemejan a una fractura de raíces además de crear un terremoto de inseguridad.
Mi poema denotaba tristeza, aunque no resentimiento. Bueno, sí que había un poco hacia la empresa de su padre, la culpable de que perdiéramos a Inés. Pero era tan absurdo, que, en nada, se diluyó ese resentimiento.
“Nos abandonas”, así comenzaba cada estrofa. No era cierto que ella nos abandonara, era lo que le obligaban a hacer, pero con ello sólo pretendía demostrar el dolor que sentíamos todas. Nos había dicho que volvería y la creímos a pies juntillas. Necesitábamos creerlo para hacer que el dolor menguara. Fue nuestra ventana de esperanza. Pero nunca volvió. Las cartas se empezaron a distanciar hasta que mi última carta, nunca fue respondida. “Nos abandonas”, “nos abandonas”, “nos abandonas”: este verso no era más que un desfogue catártico.
Inés sonreía, pero todas sabíamos que estaba desconsolada y que apenas dormía. Sus ojeras fueron aumentando con los días. Llegó el momento de la despedida (no me avanzo, que este supone otro poema).
“Te vas, dejando un pedazo de corazón para nosotras. Tu cuerpo se alejará, pero tu nos llevarás contigo en tu alma. No es que quieras irte, es una obligación, te arrastra la familia que cambia el destino sin dejarte decidir.
Te vas con alegría, seguro que la novedad te motiva por sus misterios y sus promesas. Pero a la vez, lloras por lo que dejas y nos sonríes para ocultar el dolor. Ese contraste nos emociona, nos alegra y tu fortaleza calma un poco nuestro pesar. Si tú estás bien, nosotras también.
Nos dejas, sí, pero no por decisión propia. Nos dejas prometiendo volver, aferrándote a las palabras que queremos creer, que necesitamos creer, porque así el vacío no parece tan grande.
Nos ayuda pensar en lo que fuimos: un grupo unido, un espacio de amistad verdadera que la distancia no debe difuminar.
Te vas y aun así te quedas.”