22/5/08

Diagnóstico en siete tiempos

I
Puedo oír a la gente que está a mi alrededor. Qué sensación más extraña. ¿Qué hago yo en la oficina trabajando? Esa voz es la de mi madre, pero no la puedo ver. Intento abrir los ojos y se me cierran; apenas logro vislumbrar alguna silueta. Creí que tenía la nevera llena de comida. Está limpia y vacía. “Tengo sed”, logro articular y como respuesta alguien acaricia mi pelo para acabar el mimo en mi mejilla. No encuentro los zapatos que me compré el otro día, qué desorden. No entiendo nada. Estoy estirada y bien tapada. Me apoyo en los codos para incorporarme y mi cuerpo no responde. Estoy inerte. Mis párpados no tienen fuerza para aguantarse abiertos. Oigo muy bien, también mi voz, aunque no sé lo que me digo, me cuesta articular. ¿Qué me pasa? Curiosamente no me siento angustiada sino todo lo contrario, relajada.

II
Les llamaron de madrugada una noche del mes de febrero. Su hija había tenido un accidente de moto y estaba muy grave en el hospital. Sin perder tiempo, Alfonso y Vicenta se vistieron con la misma ropa que llevaban ayer. Por primera vez, Vicenta tuvo que esperar a su marido. Alfonso se estaba peleando con un calcetín. Sus manos temblaban y no era capaz de que este le obedeciera deslizándose con la suavidad acostumbrada.
Los hombres nerviosos no atinan —pensó ella. El hospital le pareció a Vicenta más lúgubre de lo que lo recordaba. Mientras esperaban en la sala a que viniera el médico a buscarlos observó que, con poco esmero, habían pintado de blanco las baldosas y que en algunas de ellas se veía el antiguo color verde-dispensario.
El lavabo de casa quedó mejor. Suerte que me hizo caso y le dio dos manos para que no transparentara la pintura —e hizo ademán de comunicárselo a su marido pero, al verlo abatido con la mirada clavada en el suelo, cambió de idea—. Los hombres se desmontan antes. Si la hubiera tenido que parir él.
En estos pensamientos andaba cuando llegó un médico de bata verde. Se pusieron los dos en pie como si un resorte los hubiera impulsado.
—Su hija ha entrado en el Hospital con un traumatismo craneal en estado muy grave. Hemos hecho todo cuanto ha estado en nuestras manos. Su hija ha fallecido hace unos minutos.
Vicenta perdió el aplomo que hasta ahora había demostrado. Notó un fuerte dolor que le oprimía el pecho y se desvaneció sobre su marido. La logró coger antes de caer al suelo y, junto con el médico, la transportaron a una sala anexa, lejos de la mirada curiosa de la gente. La reclinaron en el sofá justo cuando ella volvía en sí. Su marido se sentó a su lado y lloraron abrazados.
Mi hija. Si sólo tenía quince años. Mierda de motos. Iba de paquete— pensaba mientras ese inmenso dolor que punzaba su interior dejaba un hueco a la rabia para poder gritarle a su marido mientras le daba con los puños cerrados sobre el pecho—. Iba de paquete. Tú no le quisiste comprar la moto por eso iba de paquete.
Alfonso le asió de las muñecas mientras la miraba consternado y sintiéndose totalmente culpable. Cuando Vicenta dejó de forcejear derrumbándose de nuevo en el llanto, la soltó y volvieron a abrazarse.
El médico había acercado una silla y se había sentado delante de ellos. Contempló toda la escena en silencio, inclinado hacia delante, con los antebrazos apoyados sobre las piernas y las manos juntas con los dedos entrecruzados. Cuando pensó que ya había pasado un tiempo prudencial, se incorporó y con un ligero balbuceo al empezara hablar, dijo:
—Sé que es un momento muy duro, pero tengo la obligación de pedirles por favor que donen los órganos de su hija. Cada uno de ellos puede salvar una vida. No sé si tenían pensado este tema o no…
—No, nunca lo habíamos hablado— dijo Alfonso recordando el día en que en un episodio de Hospital Central se trató el tema y cuando fue a hablarlo con su mujer, se negó en rotundo alegando que “esas cosas sólo pasaban en las películas”—. Pero no creo que haya problema…
—A mi hija la enterraremos entera —rabió entre dientes, Vicenta—. No voy a permitir que la destripen como una rana.
—Señora —intentó calmarle el médico—, su hija era una persona sana, seguro que hubiera querido ayudar a vivir a otras personas.
—Vicenta, por favor —suplicó su marido.
—Ni pensarlo. Ella no está aquí y la voy a enterrar enterita, ¿me entiende? En te ri ta. Y me importa una mierda el resto de la gente. Ella ya no está en este mundo. No me consuela que los demás vivan. Mi hija está muerta.
Alfonso intentó abrazarla para que al notar su tacto se sintiera más calmada pero ella con un movimiento brusco se deshizo de sus brazos.
—¡Déjame, Alfonso! No me vais a convencer. Es mi hija y la voy a enterrar.
Alfonso asintió con la cabeza. Ya le dolía suficiente la pérdida como para buscar fuerzas para discutir con su mujer. Se rendía.
—Además, doctor, seguro que ya tiene muchas personas que donan los órganos de sus familiares. Deje a mi hija en paz.
El doctor empezaba a crisparse. Era la parte de su trabajo que más odiaba. Él había estudiado esa carrera para salvar vidas, no para estar convenciendo a los pacientes de que colaboraran en ello. —Piensen en la de vidas que podrían…
—Ya está decidido —dijo Vicenta poniéndose en pie— No pienso descuartizar a mi hija.
III
El entierro fue emotivo. Todo se hizo como Vicenta organizó. Con una energía impropia del momento, se encargó de todo sin apenas derramar una lágrima. Avisó a todos los familiares. Luego repasó la bolsa que le dieron en el hospital con las pertenencias de su hija. Cogió de entre ellas, una funda de rayitas de colores y sacó de dentro el móvil. Tenía poca batería por lo que fue a su habitación y no le costó mucho encontrar el cargador en el primer cajón de la mesa donde su hija solía hacer deberes. Lo enchufó en la corriente y se sentó en la butaca, delante del ordenador. Buscó la agenda que contiene el móvil y empezó a llamar a todas las personas que estaban en esa lista, una por una, sin saltarse ningún nombre. Al acabar de dar la noticia a todo el mundo, se dirigió a buscar el vestido con el que quería que la enterraran. En un principio pensó en el de color verde, aquel que le había regalado ella, pero cambió de opinión y al final eligió los tejanos descoloridos y rotos que tanto le gustaban a su hija y la camiseta azul clarito sin mangas. “Que descanse cómoda”, pensó. Puso la ropa en una bolsa y la dejó en la entrada, preparada para llevársela al tanatorio en cuanto acabara de organizarlo todo. Se dirigió de nuevo a la habitación de su hija y se sentó en la mesa. Se dispuso a redactar el texto que habría de contener las esquelas. Mientras Vicenta desplegaba una exagerada actividad para la preparación funeraria, Alfonso nada más llegar a casa se hundió en su sillón y comenzó a llorar quedamente mientras contemplaba a su mujer ir, de un lado a otro, disponiéndolo todo. “Los hombres no sirven para situaciones extremas. Míralo llorando como un niño cuando tenemos poco tiempo para organizarlo todo. ¡El sexo fuerte!
IV
Cariño, después del entierro fue cuando te derrumbaste. Empezaste a llorar todo lo que no habías llorado antes. Y el día en que dejaste de hacerlo, te estiraste en su cama y ya no quisiste volver a levantarte. Ya no tenías motivo para vivir. Tu hija había muerto y la razón de tu vida también. A veces, no podías soportar el dolor y te desmayabas. Me decías que notabas como si te faltara aire, como si la pena te oprimiera el pecho y no te dejara respirar. Un día, empezaste a descuidarte de las comidas. Te pasabas el día con la mirada perdida, paseando de un lado a otro de la casa. Luego vinieron los pequeños accidentes; se te caían las cosas de la mano, te dejabas los fuegos encendidos, te quemabas, salías para comprar algo que te faltaba en la cocina y volvías al cabo de mucho rato sin haber adquirido nada. Si descubrías que te miraba preocupado, me decías: “Alfonso, no me pasa nada. Sólo estoy un poco cansada, nada más.” Y así fueron pasando los días hasta que ya no pudiste con tu alma y una mañana, cuando sonó el despertador te levantaste de nuestra cama y te fuiste a su habitación para tenderte en la suya.
V
Fue pasando el tiempo y a pesar de que el olvido nunca llegó, mitigó el agudo dolor que Vicenta sintió por la pérdida de su hija. Alfonso y ella volvieron a llevar una vida normal. Su relación se había reforzado y profundizado después de la depresión que la muerte de su hija había causado en Vicenta. Poco a poco, con el transcurrir de los años, la vida se fue haciendo más llevadera hasta llegar a una nueva normalidad haciendo imperceptible, salvo por unas fotos sobre la repisa del comedor, que algún día hubieran tenido una hija. Nadie sabía que, antes de acostarse había adquirido la costumbre de entrar en su habitación y sentarse sobre la cama de ella. Ahí, permanecía en silencio un rato, mirando alrededor y acariciando, sin darse cuenta, la colcha. Luego salía de la habitación de su hija. Cerraba con cuidado la puerta, sin hacer ruido y también sin hacer ruido, depositaba un beso en ella. Tampoco nadie sabía que de vez en cuando la congoja se seguía apoderando de su pecho y un pinchazo terrible le impedía respirar.
VI
Estoy estirada y bien tapada. Me apoyo en los codos para incorporarme y mi cuerpo no responde. ¿Qué me pasa? Curiosamente no me siento angustiada sino todo lo contrario, relajada. Me pesan los párpados. Creo que me hallo estirada en una cama y no es la mía. Alguien me acaricia. Intento abrir los ojos. Es Alfonso. Me ha cuidado mucho desde lo de nuestra hija. Me esfuerzo en mantener los párpados levantados; ahora veo también a mi madre. Estoy en una clínica. Ya recuerdo. Estaba en la cocina y me cogió un dolor muy intenso en el brazo izquierdo. ¡Qué dolor más insoportable! Voy adquiriendo más movilidad. Levanto una mano para pedir agua pero sólo consigo que Alfonso me la coja entre las suyas y me acaricie. Noto un sabor extraño en mi boca. Me dejo invadir por el sopor, es más fácil que luchar en contra de él.
VII
Se acercó el médico a la cama de Vicenta para hablar con ella y explicarle como había ido la operación.
—Usted padecía una patología irreversible cárdica que le ha ido debilitando el corazón hasta que casi ha dejado de funcionar. Es extraño que no se haya dado cuenta antes. Suerte que es una mujer fuerte y suerte, también, a que la trajeron al hospital en un tiempo record. Le hemos tenido que transplantar un corazón. No se ha observado rechazo y, por ahora, la evolución es favorable.
Vicenta notó la misma punzada de dolor que sintió en el brazo aquel día en la cocina, pero esta vez en el órgano transplantado. Notó, también, como se le helaba la sangre y un sudor frío precedía a un mareo. Perdió el sentido. Cuando desorientada volvió en sí, seguía el médico a su lado. Le estaba tomando la tensión arterial. Vicenta clavó la mirada en el techo mientras el pavor se iba apoderando de su cuerpo.
—¿De quién me han transplantado el corazón? —De una chica de 23 años. No tiene porqué preocuparse, es un corazón sano y fuerte. Si no se produce el rechazo no va a tener ningún problema con él.
—¿Cómo se llamaba la chica?
—Perdone pero no nos está permitido dar más datos.
El médico dio un par de órdenes a las enfermeras y se retiró. Vicenta estaba inmóvil. Seguía con la mirada clavada en el techo. Estuvo así mucho rato. Alfonso se la miraba sentado en la silla del acompañante. Esa silla que le estaba haciendo de cama, de mesa y de despacho. De repente, Vicenta, empezó a chillar como una loca y a querer levantarse mientras se arrancaba los tubos del suero y de los drenajes de la herida. Alfonso intentó evitarlo.
—¡Veintitrés años! ¡Veintitrés años! —gritaba fuera de sí—. La edad que tendría nuestra hija ahora. ¿Cómo voy a poder vivir? Me ha salvado la vida el corazón de una chica muerta que ni siquiera conozco. Como nuestra hija. ¿Cómo voy a poder vivir con este peso? No merezco vivir —e intentaba arrancarse el vendaje que le protegía la herida de la operación— ¿Cómo voy a vivir con el corazón de esa chica? ¿Dios mío, qué hice? No merezco…
Llegaron rápidamente el médico y dos enfermeras para inyectarle un calmante. Desplazaron a Alfonso a segundo plano para poder maniobrar mejor y este optó por sentarse de nuevo. El efecto de la inyección fue fulminante y volvió el silencio a la planta. Vicenta tenía el camisón lleno de sangre de haberse arrancado los tubos. El médico ordenó que se la bajara de nuevo a quirófano para volver a poner los drenajes en su sitio. Nadie entendía nada de lo que había sucedido. Llegó la camilla y se la llevaron sin demora ya que sangraba por varias heridas. Salieron todos de la habitación y allí, solo, sentado en la silla, quedó Alfonso, llorando en silencio los remordimientos de su mujer mientras murmuraba dos palabras: “Diagnostico: locura”.

23 comentarios:

இலை Bohemia இலை dijo...

Wow...

Blau dijo...

..ummm, que laaarrrgooooo , así no me gustan, hala!

La palabra locura, me persigue.

Un beso

Rara Avis dijo...

Sin palabras, conmovedor, sentimientos en cada latido del corazón...

Las vueltas que da la vida ¿no?

Besos

Concha Olid & Sonsoles López dijo...

hostiassssss

JD dijo...

Puf que pasada...tanta gente pasa por eso... chica de 23 años...mi edad madre mia! Pd: jaja sabia que alguna de vosotras ya habia hecho el meme pero no me acordaba de quien, sabía que al menos dos. Pero como tenia que poner 6 y no leo a muchas mas pues eso jajaja.

illeR dijo...

Creo que a los 14 yo ya le habia manifestado a mis padres mi decision de ser donante. Y ahora que soy mayor de edad llevo un carnet que indica que en caso de accidente pueden extraer mis organos sin esperar el consentimiento de los familiares. Afortunadamente no tuve ningun problema en que lo aceptaran, de hecho mi madre tambien los donaria, aunque mi padre sigue con el rollo ese de que a el lo entierran entero....

Spica dijo...

...un relato estremecedor...capaz de suscitar sentimientos y sensaciones diferentes a medida que avanza... pero en todos ellos, los adentros se revuelven...

JESUS y ENCARNA dijo...

Totalmente impactante este relato, tambien aunque parezca una falta de generosidad habria que entender en como puedes, si no te lo has planteado antes, pensar en los demas, si el dolor te ha destrozado por dentro. Perder un hijo debe ser lo mas horrible de esta vida. Ciertamente para volverse loco.

Geminis dijo...

Sería no hay peor castigo que recibir aquello mismo que has negado...

Situaciones demasiado cercanas.

Besos.

without dijo...

Hola Dintel,

Palabras escritas. Significados varios.

Besos

Concha Olid & Sonsoles López dijo...

Señora Dintel: ese diagnostico es tan habitual... Como siempre, no nos dejas indiferentes.

libra dijo...

Las cosas de la vida...haz lo que te gustaría que te hicieran.

dijo...

tus palabras...como siempre...verdaderas inquietudes y sabias...

Raquel dijo...

Me asombra tu capacidad para crear situaciones y dar vida a personajes que parecen hablarte de cerca. Bueno... y toda la trama. Uf!

eFi dijo...

Estuve...me costó, pero lo leí.

Pilar Cita dijo...

La locura es la única salida para soportar algunas cosas.

María dijo...

Holaaaa, la verdad es que siempre estaba acostumbrada a leer de tí pocas palabras y ahora cuando he visto este relato al final casi como que me perdí, jajaja, pero tengo que decirte que me ha gustado.

Un abrazo y una rosa.

Anónimo dijo...

He descubierto un nuevo punto de lectura. Ha sido una experiencia agradable.

Volveré...

Mármara dijo...

Se conoce que me hacía falta llorar.

Marigel dijo...

Muy bueno.
Tienes una capacidad de producir situaciones nada convencionales que es una maravilla.
Niña, no crees que deberías recopilar tus relatos y publicarlos en papel también?
Eres buena. Escribes muy bien.

dintel dijo...

Me alegro que os haya gustado. Este relato me costó mucho de escribir, más que nada porque encierra diferentes recursos y no sabía si juntos podrían funcionar bien. Como siempre la historia es robada y algo alterada para que funcione por escrito. Gracias a todo el mundo por leerme y sobre todo, por comentarme.

No me interesa publicar más allá de este blog, por ahora. Gracias por la sugerencia, también. Para publicar se tiene que tener algo qué decir... y a mí me falta eso.

la+ dijo...

Pues escribes que engancha !!! para leermelo entero con lo vaga que yo soy ......

Precioso !!

Sandra Sánchez dijo...

De fácil lectura y con una trama que engancha pero creo que no está a la altura de otros escritos tuyos.
Es mi opinión.
Me gustó por el fondo pero me pareció previsible.
Saludinos.