Me despierto una mañana, sin saber por qué, empecinada en
cambiar este estilo delicuescente de vida al que me he ido abocando inconscientemente
poco a poco. Siempre he creído que el tiempo actuaba como un fijador, pero he
descubierto que es más un disolvente y recuerdos que antes poseía los ha ido diluyendo.
Cuando era feliz llevaba las riendas de mi vida. Sonreía y
compartía esa felicidad con todas las personas que me rodeaban. Hacía cosas,
mil cosas y aun me sobraba el tiempo. Pero todo falló, me sentí engañada y maltratada
y me dejé llevar. Fue la vida, entonces, quien tomó las riendas y el tiempo se
aceleró. Me volví temerosa de la gente. Desconfiada. Sin ganas de luchar.
Pero esta mañana, me he despertado diferente y al mirarme al
espejo no he visto lo que ha desaparecido de mí, si no lo que permanece. He
rebuscado entre mis cenizas y he hallado un poder residual; he aquí mi
trampolín de nuevo a la vida.
Ahora vivo ese infierno como un paréntesis enervante. Ya ha
pasado el momento de cautelas. Y aunque esta etapa aciaga, de la que me es
imposible eximir, sea insoslayable, podré seguir adelante. Debeseme permitir
cierto escepticismo como elemento purificador pues debo ir desarmando ese
arsenal de rabia existencial al que he sido sometida.
Me sorprenden las oportunidades amablemente irónicas que nos
brinda la vida una y otra vez.
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