Cuando se nos terminan las lágrimas, el vacío del alma se
hace dueño de nuestra tez y ensombrece las facciones allanando el camino a la
tristeza, que desde el primer sollozo tumefacta nuestro ser. Es entonces cuando
te sientes morir de verdad. Ha desaparecido el escape, el punto de fuga del
húmedo lamento de nuestros ojos que, secos, hierven de silente dolor. Todo
pierde su esencia y la vida se torna en un sinsabor mortecino. Cada latido
retumba alrededor de lo que pudo ser y no fue. Incapaz de ver más allá de tu
tristeza, vuelves la mirada hacia tu interior en ruinas. No quieres vivir. Antes,
al menos, llorabas. Ahora no haces nada. “Muerta por dentro, muerta por fuera”
es el mantra que te repites, que te calma, que te da una salida. Pero no
cuentas que bajo las cenizas de tu persona existe una incipiente Ave Fénix que
se encargará cual ascua de volver a avivar tu fuego. Ese fuego que conduce,
lenta pero directamente, a la felicidad.
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