9/12/18

Reflexiones


No aguantaba sus silencios, eran cortantes, fríos y a mi modo de ver innecesarios. Era su forma de castigarme. Nunca sabía por qué estaba enfadada, ni qué le había hecho yo. Ni por qué me lanzaba esa mirada lacerante que me rompía el corazón y que me convertía en un borreguillo a punto de matadero. Solo quería que fuera feliz y me desvivía por ello, pero parece ser que no fue la manera correcta de hacerlo. Nunca acertaba con lo que ella quería.

Cuando descubrí que esos silencios iban a estar siempre con nosotras pensé que el tiempo forjaría el callo emocional que me permitiese aguantarlos sin empeorarlos y sin desmontarme interiormente. Pero no fue así. Sus silencios mutantes fueron más fuertes que yo. Fueron capaces de ponerse por delante del amor que sentía. Miedo me daba estar junto a esa compañía silente que no hacía más que jirones de mi ser. Miedo me daba volver a casa porque seguro que me encontraba esa cara acusadora con los labios bien prietos y esa mirada penalizadora que me hacía esconder el rabo entre las piernas y agachar la cabeza esperando el momento de la explosión. Porque el silencio se le acumulaba hasta que no podía más y explotaba en un agudo vocerío de tensas cuerdas vocales y me echaba en cara todo lo mala que era. Y yo escuchaba en silencio, balbuceando que malinterpretaba las cosas, que esa no era la realidad, que lo que me pedía no era para nada lo normal.

Poco a poco, fui descubriendo ese analfabetismo emocional del que tanto se habla y contra el que no pude luchar porque estaba aferrado en su propia esencia; esa inmadurez que provoca el miedo a perder lo más querido y que te empuja a alejarlo de ti irremediablemente.

Leí el otro día en un libro la frase: “qui cum puellis pernoctat escrementatus alboreat”.  Solo me queda decir, doy fe.

No hay comentarios: