No aguantaba sus silencios, eran cortantes, fríos y a mi
modo de ver innecesarios. Era su forma de castigarme. Nunca sabía por qué
estaba enfadada, ni qué le había hecho yo. Ni por qué me lanzaba esa mirada lacerante
que me rompía el corazón y que me convertía en un borreguillo a punto de
matadero. Solo quería que fuera feliz y me desvivía por ello, pero parece ser que
no fue la manera correcta de hacerlo. Nunca acertaba con lo que ella quería.
Cuando descubrí que esos silencios iban a estar siempre con
nosotras pensé que el tiempo forjaría el callo emocional que me permitiese
aguantarlos sin empeorarlos y sin desmontarme interiormente. Pero no fue así.
Sus silencios mutantes fueron más fuertes que yo. Fueron capaces de ponerse por
delante del amor que sentía. Miedo me daba estar junto a esa compañía silente
que no hacía más que jirones de mi ser. Miedo me daba volver a casa porque
seguro que me encontraba esa cara acusadora con los labios bien prietos y esa
mirada penalizadora que me hacía esconder el rabo entre las piernas y agachar
la cabeza esperando el momento de la explosión. Porque el silencio se le acumulaba
hasta que no podía más y explotaba en un agudo vocerío de tensas cuerdas
vocales y me echaba en cara todo lo mala que era. Y yo escuchaba en silencio,
balbuceando que malinterpretaba las cosas, que esa no era la realidad, que lo
que me pedía no era para nada lo normal.
Poco a poco, fui descubriendo ese analfabetismo emocional
del que tanto se habla y contra el que no pude luchar porque estaba aferrado en
su propia esencia; esa inmadurez que provoca el miedo a perder lo más querido y
que te empuja a alejarlo de ti irremediablemente.
Leí el otro día en un libro la frase: “qui cum puellis
pernoctat escrementatus alboreat”. Solo me
queda decir, doy fe.
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