7/7/14

A 300.000 km/s

Si es que no se puede vivir con estas velocidades, desayunando mientras trabajas, ni trabajando mientras comes. En una mano, un tenedor y en la otra, un teclado.
Hoy he querido empezar la dieta: acelgas y polloplancha (una sola palabra para el mundo-régimen). También he querido dedicar un tiempo a comer, a masticar esas quince veces cada bocado como mandan los cánones del buen digerir.
Mientras calentaba mis tapers en el microondas, una compañera me ha venido a buscar porque no encontraba un dossier. Como yo tampoco sabía dónde estaba lo hemos buscado inútilmente. Cuando he vuelto para sacar la comida del microondas y comérmela, la verdura estaba templada (a mí me gusta comer caliente) y el pollo estaba helado (sin comentarios), pero aún así, viendo la cola de tapers delante del micro he decidido que me lo comería así.
No he dado ni tres bocados, cuando me han  traído un papel para leer y firmar. Al séptimo bocado, la secretaria me ha llamado porque tenía un problema con el ordenador y como “yo soy más intuitiva…”  (informáticamente hablando). Así que me he puesto dos bocados seguidos y me he ido masticando hasta su cubículo.
Después de solucionarle la tontería, mientras volvía por el pasillo a mi abandonado taper, me han dado dos cajas para que las llevara a mi mesa, cosa que he hecho lo más rápido posible porque pesaban muchísimo.
Total, que cuando de nuevo me hallaba delante de mi comida, no quedaban ni dos minutos para tener que volver a trabajar. Por lo que he engullido la verdura y el pollo tieso como un bacalao salado. Ni tiempo de lavarme los dientes. Suerte de estos maravillosos chicles de menta que le dan a una la sensación de que los tienes limpios.
La tarde, para variar, llena de problemas y velocidades. “Necesito…” “¿Tienes…?” “Te agradecería que…” “A ver si puedes…”
Cuando, por fin, me he hallado en el tren de vuelta a casa, he respirado hondo y he empezado a disfrutar de la tranquilidad. Se ha sentado una mujer con una hija adolescente delante de mí y me han preguntado si faltaba mucho para llegar. Les he dicho que en tiempo no lo sabía, pero que quedaban seis o siete estaciones. Me han dado las gracias y les he sonreído con una sonrisa amplia de “nohaydequé”. Al llegar a mi destino me he dirigido a coger el autobús, como siempre, y el autobusero, que ya me conoce, me ha saludado sonriente y yo le he devuelto el saludo con la misma sonrisa, pensando que después del atroz día de trabajo me sentía tranquila y relajada, y con ganas de sonreír.
Al llegar a casa, el conserje me ha dicho que me estaba esperando, que me habían traído un paquete y que me lo subía porque pesaba mucho. Vuelta a sonreír, feliz de pensar que hubiera gente tan amable.
Antes de abrir el paquete, me he quitado los zapatos, me he desabrochado el cinturón y me he ido directamente a lavarme los dientes. El dentista hizo mucho hincapié en que me los lavara detrás de cada ingestión pues he empezado al retirada de encía y las caries tienen más facilidad para anidar.
Cuando, con el cepillo en mano, ya cargado de dentífrico, separo los labios y junto los incisivos para empezar a cepillar, descubro que me he pasado la tarde mostrando la más dulce de mis sonrisas interdentalmente complementada con unos restos de acelga verde, bien verde.
Creo que a esta edad, si no me puedo lavar los dientes, me sale más a cuenta ser arisca, al menos, mi dignidad se mantendría intacta.

1 comentario:

María dijo...

Ja, ja, ja... ¡Prefiero las sonrisas verdes!