La inseguridad es algo que se va aniquilando poco a poco, a
medida que avanzas en edad, pero nunca se llega a su finitud. Por mucho que
luches contra ella y adquieras recursos para paliarla, siempre aparece una
ocasión en que vuelve a ser como al principio.
Este verano me he apuntado a un curso y esto me está pasando
estos días en los que voy a clase con un montón de chicos y chicas cuyas edades
están comprendidas entre los trece y los veintitantos años. Se ve que “no es
curso para viejos”. Algunos me miran como un bicho raro y ni se atreven a
dirigirme la palabra; para ellos soy “la señora”. No sé qué deben pensar de mí.
Quizá opinen que soy ridícula apuntándome a este tipo de curso, que mejor
estaría en una clase de manualidades, de patchwork, o en un grupo de teatro de
algún centro cívico.
Sé que todo esto me lo estoy imaginando pues no conozco sus
pensamientos ni nadie me ha comentado nada. Pero si le añadimos que me miran de
vez en cuando, sobre todo si hago alguna intervención en clase, me siento
cohibida absolutamente, y lo que es peor, intento dar sensación de seguridad,
de estar de vuelta de todo, mientras que, en realidad, me siento andando sobre
arenas movedizas. No sé a quién miento. ¡Patético!
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