A veces, el café se queda vacío y contemplo sus mesas de pie
labrado en forja negra y sus sillas antiguas de madera. Contienen el alma de
todas aquellas personas que se han sentado sobre ellas. Me gusta fantasear.
Se respira una atmósfera de conversaciones que un día fueron
escuchadas y que ahora, descompuestas en partículas, se hallan prisioneras,
encerradas entre estas cuatro paredes.
Solo se escucha la música, aquella música de los años veinte
que te conduce directamente a la ensoñación para concluir que “cualquier tiempo
pasado fue mejor”. Un viejo ventilador, pintado de negro para rejuvenecerlo y
de oro para no perder lo que tiene de antiguo, gira tozudo y silencioso desde
el techo. Remueve con sus aspas aquellos recuerdos que solo aparecen en soledad
sin que nadie los haya llamado, sin que necesites de su compañía.
Fuera, la luz del día habla de vida; dentro la nigérrima
sensación de estar en el preámbulo del Fin. La soledad moldea y colorea las
sensaciones a su antojo. Mejor que abra la puerta y camine por la vida, ya
volveré más tarde, cuando el café esté lleno de voces, ruido y personas, así no
estaré sola, sola conmigo.
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