Me inquieta el silencio de mis pensamientos. Quiere decir
que algo va mal. Cuando callan es que están cogiendo impulso y, con carrerilla,
son desbocados y peligrosos. Los prefiero presentes, obsesivos, insidiosos y
chinchones. Me encanta cuando se pasean de un lado a otro del cerebro, de oreja
a oreja, con pisadas fuertes o de puntillas, arrastrando la pena o bailando sus
proezas. Así, sé siempre donde encontrarlos. Son ellos los que por la noche me
inducen al sueño y me calman. Cuando los oigo sé que todo está como tiene que
estar. Pero cuando callan, el miedo se apodera de mí: es la calma antes de la
tormenta, el estertor antes de la muerte. Malo si callan de día, peor si lo
hacen de noche porque el insomnio se apodera de mí y el silencio me comprime.
Los busco desaforadamente hasta que amanezco, cansada y destrozada. Me hallo
sola y desvalida con miedo a su retorno. Vuelven agresivos y desgarradores y me
carcomen el corazón, escupen en mi temple y me pisotean el temperamento.
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