17/7/14

¿Evolución o coincidencia?

¡Es una pasada! ¿A dónde vamos a llegar? Y no lo pregunto desde el punto de vista de una persona mayor que se altera cuando ve las modernidades, no, ¡qué va!, sino desde el punto de vista divertido e irónico que me sale cuando veo el abuso de las cosas.
Me hallo en el bar de siempre, escribiendo como siempre, con la tranquilidad y el recogimiento que da el sonido de voces en conversaciones que no te importan. He llegado justo después de comer, justo en el momento que se suele dedicar al café, que, hoy, supongo cambiado por siesta debido a la poca gente que había. He pedido un té y me he lanzado directamente a la refrescante piscina de palabras y me he puesto a escribir. Lo he hecho durante un buen rato, deslizando el bolígrafo ligero por la libreta, sin cuidar la caligrafía ni la ortografía, solo llenando de texto el espacio blanco que me otorga la hoja. Estaba feliz de volver a tener el ritmo de escritura que tenía antes y que había perdido por no utilizarla.
Todo iba muy bien hasta que he sentido un pinchazo en los tendones externos del primer radial (músculo que se une a una de las cabezas del radio, la del codo), resultado de una epicondilitis crónica que se me queja cada vez que abuso de ella. Estos días, con tanta escritura, la tengo machacada. Me estoy yendo de tema, pero qué disfrute escribir, aunque parezca escritura automática.
Nada más sentir el pinchazo he parado para masajear la zona. Sé que llegado a este punto debo para ipso facto porque si no el dolor crece en progresión geométrica y acabo viviendo con él más tiempo de lo deseado.
Cual ha sido mi sorpresa al levantar la vista y descubrir que se había llenado el bar de gente. No había reparado antes, absorta como estaba, en que el volumen de conversaciones había aumentado. Al mirar a mi alrededor, me ha cogido esa hilaridad interna que se apodera de mí cuando se me ocurre una idea graciosa.
En la mesa de al lado había una señora con un carrito de la compra. Estaba tomando un cortado rápido y supongo que iría al súper directamente desde allí. Dos mesas más allá, tres jóvenes tomaban una caña, se habían sacado los patines en línea. Uno de ellos aún se  estaba atando los cordones de sus zapatillas. Se les veía sudorosos y contentos. Hablaban de las peripecias el periplo sobre ruedas. En la mesa del fondo, un señor que leía un diario tenía doblado en el suelo, justo a su derecha, un patinete de esos que llevan motor, un lastre, más por el miedo que provoca que sea susceptible de sustracción, que por el peso y la dimensión del propio trasto. En el fondo, unas chicas ocupaban las cuatro sillas de su mesa y dos más donde habían construido una torre con cascos, bolsos y alguna que otra carpeta. A su lado, una chica acababa de llegar y doblaba (previo estudio de ingeniería y muchas prácticas) una de esas bicicletas que acaban aguantándose de pie al lado de su dueño. A pesar del que el bar no tiene las mesas demasiado pegadas y que se puede “circular” espaciosamente por él, la camarera  tiene  que hacer slalom cada vez que quiere acceder a un cliente.
Cuando ya empezaba a sonreír pensando que dentro de nada junto a cada mesa deberían guardar una zona para aparcar nuestros vehículos, ha entrado por la puerta, como remate, una madre con tres hijos. Los dos mayores subidos en sendos patinetes y la pequeña en una especie de triciclo sin pedales.
La hilaridad ha sido total al imaginarme a toda la clientela yéndose a la vez , formando una cola para pagar y cada uno de ellos con su vehículo en mano.
Sí, estas son las tonterías que me pierden.

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