¡Es una pasada! ¿A dónde vamos a llegar? Y no lo pregunto
desde el punto de vista de una persona mayor que se altera cuando ve las
modernidades, no, ¡qué va!, sino desde el punto de vista divertido e irónico
que me sale cuando veo el abuso de las cosas.
Me hallo en el bar de siempre, escribiendo como siempre, con
la tranquilidad y el recogimiento que da el sonido de voces en conversaciones
que no te importan. He llegado justo después de comer, justo en el momento que
se suele dedicar al café, que, hoy, supongo cambiado por siesta debido a la
poca gente que había. He pedido un té y me he lanzado directamente a la
refrescante piscina de palabras y me he puesto a escribir. Lo he hecho durante
un buen rato, deslizando el bolígrafo ligero por la libreta, sin cuidar la
caligrafía ni la ortografía, solo llenando de texto el espacio blanco que me
otorga la hoja. Estaba feliz de volver a tener el ritmo de escritura que tenía
antes y que había perdido por no utilizarla.
Todo iba muy bien hasta que he sentido un pinchazo en los
tendones externos del primer radial (músculo que se une a una de las cabezas
del radio, la del codo), resultado de una epicondilitis crónica que se me queja
cada vez que abuso de ella. Estos días, con tanta escritura, la tengo
machacada. Me estoy yendo de tema, pero qué disfrute escribir, aunque parezca
escritura automática.
Nada más sentir el pinchazo he parado para masajear la zona.
Sé que llegado a este punto debo para ipso facto porque si no el dolor crece en
progresión geométrica y acabo viviendo con él más tiempo de lo deseado.
Cual ha sido mi sorpresa al levantar la vista y descubrir
que se había llenado el bar de gente. No había reparado antes, absorta como
estaba, en que el volumen de conversaciones había aumentado. Al mirar a mi
alrededor, me ha cogido esa hilaridad interna que se apodera de mí cuando se me
ocurre una idea graciosa.
En la mesa de al lado había una señora con un carrito de la
compra. Estaba tomando un cortado rápido y supongo que iría al súper
directamente desde allí. Dos mesas más allá, tres jóvenes tomaban una caña, se
habían sacado los patines en línea. Uno de ellos aún se estaba atando los cordones de sus zapatillas.
Se les veía sudorosos y contentos. Hablaban de las peripecias el periplo sobre
ruedas. En la mesa del fondo, un señor que leía un diario tenía doblado en el
suelo, justo a su derecha, un patinete de esos que llevan motor, un lastre, más
por el miedo que provoca que sea susceptible de sustracción, que por el peso y
la dimensión del propio trasto. En el fondo, unas chicas ocupaban las cuatro
sillas de su mesa y dos más donde habían construido una torre con cascos,
bolsos y alguna que otra carpeta. A su lado, una chica acababa de llegar y
doblaba (previo estudio de ingeniería y muchas prácticas) una de esas
bicicletas que acaban aguantándose de pie al lado de su dueño. A pesar del que
el bar no tiene las mesas demasiado pegadas y que se puede “circular”
espaciosamente por él, la camarera
tiene que hacer slalom cada vez
que quiere acceder a un cliente.
Cuando ya empezaba a sonreír pensando que dentro de nada junto
a cada mesa deberían guardar una zona para aparcar nuestros vehículos, ha
entrado por la puerta, como remate, una madre con tres hijos. Los dos mayores
subidos en sendos patinetes y la pequeña en una especie de triciclo sin
pedales.
La hilaridad ha sido total al imaginarme a toda la clientela
yéndose a la vez , formando una cola para pagar y cada uno de ellos con su
vehículo en mano.
Sí, estas son las tonterías que me pierden.
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