2/6/09

Una historia corriente

Cada mañana, Carlos, trapo en mano, frota efusivamente sus zapatos negros de piel mientras se toma el café, sentado a la mesa de la cocina de casa.

Cada mañana su mujer recoge con lentitud los platos de la cena que anoche se quedaron de cualquier manera sobre la mesa y el mármol. Pudiera parecer, por su lentitud y la ausencia de la mirada que aún se encuentra hipnotizada por las horas de sueño.

Carlos, todo lo contrario, por su frenesí al frotar reiteradamente el zapato, parece que lleve despierto desde el primer despunte del alba. Tiene por costumbre lustrar los zapatos de noche y cepillarlos y pulirlos bien por la mañana, con el café.

−Los zapatos limpios es de señores −le decía siempre su madre mientras le limpiaba los mocasines para ir al colegio−. Podrás ser pobre como una rata, no tener nada que comer, ni ropa para cambiarte, pero si llevas los zapatos limpios, todo el mundo sabrá que eres un señor−. Y mientras se ponía los mocasines, le peinaba y le repeinaba para que fuera el niño más guapo del colegio. Ya con la cartera y el abrigo puestos, se ponía a su altura y le besaba en las mejillas.

−Dios ha querido darme el niño más guapo del mundo −le repetía colocándole bien el abrigo o sacándole alguna pelusa enganchada a este.

Después de tomarse el café se va a la ducha, se viste y se pone los zapatos orgulloso de poder compararlos con una patena.

Carlos se despide de su mujer besándola por detrás en la cabeza y rodeándola con sus brazos por la cintura.

−Hasta luego, cariño.

−Ten buen día, amor −le contesta su mujer participando del ritual de la despedida que lleva practicando desde hace casi tres años, que se casó con él.

Carlos trabaja de comercial para una empresa que vende mesas y sillas de jardín. No es bueno en su trabajo pero de vez en cuando tiene un golpe de suerte y vende toda una terraza para un restaurante o un hotel.

Después de visitar a un cliente, se subía al coche, abría la guantera, sacaba un trapo blanco perfectamente doblado y se frotaba los zapatos para eliminar cualquier partícula de polvo que hubiera podido adherirse.

A media tarde, cansado de su jornada laboral, vuelve a casa, se pone ropa cómoda y se sienta en el sofá del salón a ver la televisión.

−Cariño, tráeme una cerveza fresquita −le grita subiendo la voz a la vez que el volumen del aparato.

Judith, deja lo que está haciendo y le lleva la cerveza a su marido que, cariñoso, la coge y la sienta en su regazo.

−¿No vas a preguntarme cómo me ha ido el día? −le pregunta mientras le pone la mano por el escote.

−¿Cómo te ha ido el día?

−Me lo estás preguntando por puro compromiso −se enfurece mientras le agarra por la muñeca con fuerza.

−Me estás haciendo daño.

−¿Daño, daño? Daño me lo haces tú a mí que no te comportas como una esposa −grita empujándola para que salga de encima de él.

Judith, con el ímpetu, es incapaz de ponerse de pie y aguantar el equilibrio por lo que cae sobre el costado y se golpea la mejilla con la mesita.

−¡Ay! −se le escapa quedamente.

−Eso, ahora quéjate. Quéjate de hacerte daño tú misma. Eres un pato. No sé por qué coño me casé contigo, si no sirves para nada −le sigue gritando acercando su cara a la de ella, posición que le impide levantarse del suelo. A cada palabra gotas de saliva salen propulsada hacia Judith que las recibe como si de bofetadas se tratasen.

Carlos pierde la paciencia, se levanta, levanta a su mujer del suelo y la zarandea.

−¿Tú piensas vivir siempre de la sopa boba? Claro, ya está el cornudo de tu marido para que traiga el dinero a casa. Y tú, incapaz de cuidarme como es debido −levanta una mano y le pega un manotazo.

Judith grita de dolor. Por la cercanía de ambos, Carlos no ha tenido espacio suficiente para darle la bofetada en la mejilla yendo el impacto de la palma dirctamente a la oreja. Siente como se marea y dobla las rodillas para no caer en peso. Por un momento pierde la noción de lo que ocurre a su alrededor. Oye los pasos de Carlos alejándose por el pasillo.

Judith bate los huevos para hacer una tortilla con silenciosa rabia. Carlos, sentado en la mesa de la cocina, se aplica en untar betún a sus zapatos, mientras, como siempre resuena en su mente la frase de su madre: “Llevar los zapatos limpios es de señores”.

13 comentarios:

Al-kemia dijo...

Has logrado estremecerme...
Una historia lamentablemente real.

Irreverens dijo...

Corriente... supongo que sí.
;(

Y qué difícil comprender la actitud de ambas personas (cuando no se ha vivido nada igual).

mam dijo...

Demasiado real, quizás hasta corriente. Precioso relato.

Blau dijo...

....sin comentario.

Un beso

AdR dijo...

A este le escupía yo...
... no solo en los zapatos.

mojadopapel dijo...

Qué crudo! pero qué cotidiano suena esto.

malena dijo...

que buen relatoa, a medida que vas leyendo te vas asustando mas. un saludo.

Saltinbanqui dijo...

Un señor hijo de perra.

:(

Ico dijo...

Desgraciadamente real, muy rel y muy bien relatado, como siempre. Un homenaje a todas las mujeres maltratadas.. cada vez más últimamente

Tanais dijo...

Ha quedado claro lo que quieres decirnos :(

illeR dijo...

he pasado del optimismo, al mal rollo y a la indignación

Sandra Sánchez dijo...

Dos mitades muy difereciadas del mismo relato, echo de menos algo más de transición entre una y otra (eso sólo mi opnión eh?), se me ha hecho demasiado brusco el cambio.
Me ha gustado mucho el último párrafo donde mezcla parte de las dos mitades resolviendo al final con la frase de la madre.

La historia, TREMENDA.

;)

Mármara dijo...

Joer, Dintel, vaya desenlace...
Así es, desde luego, pero lo has contado con tal maestría que hasta me ha dado un respingo.