Cuando pienso en mi comunidad de vecinos, la Rue 13 del
Percebe se queda en algo meramente anecdótico.
Un día, antes de estas fiestas, bajé a comprar y me encontré
al conserje de la finca ubicando el árbol de Navidad de estas fiestas en el
rincón pertinente de la portería.
–Es más pequeño que el de año pasado, que era demasiado
grande. Este queda más bonito porque resulta más armonioso con el lugar.
Está puesto en un lugar estratégico, porque delante de él
hay un espejo que multiplica el árbol por dos y por ende se ve todo mucho más
decorado y luminoso y a mitad de precio.
–Pero sólo tengo que decorar uno –es la broma que cada año hace el
conserje.
Sonreí intentando disimular que el tema arbolito me era
absolutamente indiferente.
Al volver de la compra, ya había forrado el tiesto con un
brillante papel de color rojo por fuera y plateado por dentro, con una lazada
dorada más grande de lo que debiera que ponía en duda la “armonía” del
conjunto. El conserje, escoba en mano y recogedor en la otra, estaba barriendo
las hojas en forma de aguja que el abeto, en su defensa, había dejado caer al
suelo.
–Esta tarde lo decoraré; ahora dejo que se asiente y se acostumbre
al lugar.
–Ajá –contesté ante mi desconocimiento sobre el quehacer arbóreo.
Por la tarde, al salir de nuevo de casa, utilicé el ascensor para
bajar. Cuando la puerta se abrió en la planta cero, como si estuviera
esperándome, el conserje se hallaba plantado delante con una caja de cartón, en la
que sobresalían bolas y espumillones, sin orden alguno, como matorrales en
selva virgen.
–Ahora voy a decorar el árbol –me informó con una alegre voz–.
Este año, como es un poco más pequeño quedará mucho mejor.
–Seguro –afirmé. No estaba yo para entablar demasiadas
conversaciones sobre árboles y guirnaldas.
Cuando volví por la noche,
me encontré la obra de arte recibiéndome majestuosa, silenciosa e
iluminada, y absolutamente sobrecargada de bolas. Parecía que el conserje no
había tenido en cuenta que este año el árbol era de menor tamaño por lo que no necesitaba tantas bolas, ni espumillones, ni luces. El arbolito, cual
adefesio, allí plantado parecía que me observaba la perplejidad con que lo
observaba yo. Todo esto ocurría el día 22 de diciembre.
Llegaron las fiestas y me olvidé del tema del árbol y su
abigarrada decoración. Estuve entrando y saliendo sin prestarle demasiada
atención. El primer día laborable, cuando volví para comer a casa, me encontré
al conserje delante del arbolito, decepcionado.
–Está todo mustio, y esto que he venido durante las fiestas a
regarlo.
–Puede que te lo hayan dado sin raíz –dije en un alarde de
sabiduría.
–No sé, pero voy a ir a quejarme –zanjó la conversación.
Y por la tarde, me lo encuentro con un spray verde en la mano
pintando todas las ramas y hojas amarillentas.
–¿No has ido a quejarte?
–Sí, y me han dado este spray y me han dicho: ”píntalo, así te
aguantará hasta Reyes”.
Y durante todos estos días, el conserje, spray en mano grafitea
cada mañana el trozo de árbol que se ha mustiado durante la noche.
Me
niego a buscarle a esto ningún significado que me condicione el 2017.