A veces nos creemos que el tiempo, a pesar de pasar, no nos
afecta en absoluto. Seguimos pensando que somos iguales que antes y que hacemos
las mismas cosas y de la misma manera. ¡Animalicas!
El tiempo que pasa no nos afecta, no, pero cuando se nos cae
algo el suelo está mucho más lejos que antes y tardamos mucho más en recoger lo
que se nos ha caído.
O cuando subimos o bajamos escaleras, ese crujido menisquero
no es más que una gentileza corporal para que sepamos donde tenemos la rodilla.
Huelga hacer mención de ese agradable y entumecido
anquilosamiento con el que te levantas por la mañana digno del mismísimo
Robocop, paquenosediga.
O esos saltitos con un pie, que das cada mañana en el baño
cuando sales de la ducha para ponerte las braguitas. Cuando ya has logrado
pasar una de las piernas e intentas hacer lo mismo con la otra pero no aciertas
y lo que consigues es intercalarla entre el dedo gordo y el siguiente. Y como
no sabes ni dónde ni cuándo dejaste olvidado tu equilibrio no te queda otra que
saltar en esa famosa posición de yoga (pie derecho en suelo dentro de pernera
de braga, pie izquierdo con goma de braga enhebrada entre dedos, manos a cada
lado de la braga, espalda doblada hacia adelante mientras saltas y subes y
bajas la cabeza intentando encontrar el equilibrio con el mentón).
El tiempo pasa, sí, pero a mí no me afecta.
Andaba yo el otro día despierta de cuerpo y dormida de
mente, cuando, según costumbre, después de desayunar me duché. ¡Oh, qué
maravilla! Lo mejor del mundo: la ducha de la mañana. No entiendo como en el
tren, a primera hora de la mañana, me encuentro con tanta gente que no se ha
duchado. Yo no podría, para mí, es el mejor café.
Después de las primeras horas de trabajo me senté con mis
compañeros a desayunar. Acostumbramos siempre a ir al mismo bar y según vamos
acabando, vamos llegando. Ese día, junto a una compañera fuimos las primeras.
Hago un inciso para explicar que tengo el pelo corto, muy
suave y brillante. No me pongo nada especial, me lo lavo con el champú de bebés
que mi madre usaba conmigo y que he usado toda mi vida. A mis amigos y
compañeros les gusta mucho mi pelo y me lo suelen tocar como gesto de cariño o
para que preste atención a algo. A otras personas les tocan el brazo, la mano o
el hombro; a mí siempre me han tocado el pelo.
Llegó la primera persona y me tocó el pelo para hacerse ver
y que le dejara pasar. Retiró con rapidez la mano. Yo estaba bebiendo en ese
momento y paré de golpe porque mientras me tocaba oí como un crujido. Presté atención
con el vaso inclinado en mis labios pero no oí nada. No le di más importancia.
Al mediodía, al salir del trabajo para ir a comer, dos
compañeros se despidieron de mí tocándome el pelo y ambos retiraron,
rápidamente la mano. Volví a oír un crujido cada vez. Una vez me hube despedido
de ellos, mientras me alejaba, disimuladamente me toqué el pelo. No oí un
crujido, sino un crepitar. Tenía todo el pelo acartonado. Atónita seguí
caminando hacia el restaurante donde suelo comer. ¿Qué me había pasado en el
pelo? Si fuera obra de un pájaro, no sería en todo el pelo y según inspección táctil,
el acartonamiento era en la totalidad del cabello.
Cuando llegué al bar, pedí y me fui directamente al lavabo a
verme en el espejo. No se veía nada especial; quizá que casi no brillaba. Cogí
agua con las manos para pasármela por el pelo y cual no fue mi sorpresa al
descubrir que toda una espuma blanca empezaba a cubrirme la cabeza. ¡Había
salido de la ducha, por la mañana, sin aclararme el pelo!
El tiempo pasa, sí, pero a mí no me afecta.
De como tardé más de media hora en sacarme la espuma de la
cabeza en un lavabo de un bar mientras el camarero iba tocando a la puerta con
los nudillos y preguntándome si me encontraba bien, es otra historia.