22/1/18

El final de todos los agostos

Yo no hacía fotos, ni me dedico a ello, pero sí que iba siempre al mismo pueblo a veranear. Sí que me junté con chicos y chicas de mi edad que vivían en el pueblo o en alguna casa campesina de los alrededores. Fueron años intensos, de descubrimiento personal y de aprender a hacer relaciones, de primeros coqueteos y primeros besos. Recuerdo que para hacer nuestros primeros pinitos íbamos a una casa abandonada en la ladera de una de las montañas que rodeaban al pueblo. Se accedía a ella por una estrecha riera a la que nunca conocimos en funcionamiento. Dejábamos las bicicletas tiradas en la entrada de lo que debía haber sido un hermoso jardín, ahora dominado por la irrespetuosa y anárquica vegetación y accedíamos a la casa por un trozo de pared que se había desplomado abriendo, así, un agujero hacia su interior.

En esa casa, en la oscuridad de una de sus habitaciones, pues las ventanas estaban tapiadas con ladrillos desde hacía años besé por primera vez a un chico. La emoción de ser transgresora era mucho más fuerte que la de sentir los labios de él en los míos. Aquella noche, en la cama, me sentí mayor.

Desde hacía unos años, había hecho amistad con una chica, dos o tres años mayor que yo, que ya dominaba el tema de salir con chicos. Salió con dos o tres del pueblo y un par de años más tarde ya tuvo novio formal. Yo la admiraba. Me parecía absolutamente “lo más”. Quería ser como ella. Me compraba los mismos bolsos e intentaba imitarla en el vestir y en el caminar. Pero nunca lo conseguí. Recuerdo que escuchábamos Matia Bazar hasta lo indecible, encerradas en su habitación, sentadas por los suelos o estiradas en las camas, un día tras otro, hasta que el sol había bajado un poco y se podía salir a jugar a la calle. Entonces nos encontrábamos con toda la panda y cada día hacíamos algo diferente. Siempre acabábamos en los bancos de la plaza de la Iglesia comiendo pipas y bebiendo Coca-Cola. El mejor momento del día era cuando estábamos solas en su habitación escuchando música. Luego, cuando nos juntábamos tenía la sensación de que la compartía y perdía su atención y me sentía inquieta y triste. Debiera haberme dado cuenta de qué significaba aquello entonces, pero, he tardado un montón de años en hacerlo.

De todas aquellas personas que en aquel entonces fueron mi mundo un año tras otro, no sé nada.

Leer este cómic me ha supuesto revolver un montón de sentimientos que tenía olvidados. Empieza con una frase lapidaria para mí:

“De todos los caminos que no recorrí, el tuyo es por el que más me pregunto”.

Y continua con frases como: “¿Qué ocurrió con aquellas personas que fueron tan importantes y luego han desaparecido de mi vida sin dejar el vacío que se les suponía?”.

O como esta: “Es cierto eso que dicen que la vida no es como uno la vivió sino como la recuerda”.

Bueno, esta vez del libro os hablo poco, demasiado mar de fondo en mi interior. Vale la pena leerlo.

2 comentarios:

Karol dijo...

Mientras te leía mi mente regresaba a esos veranos donde solo se necesitaba un grupo de amigos y unas bicicletas para creer que todo era posible, siempre he pensado que tener un pueblo donde pasar los veranos es uno de los mejores privilegios.
Y esas tres frases han echo que recuerde muchas cosas, por lo que, aún no hablando del libro me han entrado unas ganas locas de leerlo.

dintel dijo...

Karol, vacaciones en un pueblo, con bici y pandilla, ¿qué más se puede pedir?