He encontrado el tarjetero aquel en el que cada noche, cuando volvíamos después de haber cenado fuera, introducías la tarjeta del nuevo restaurante que acabábamos de descubrir. ¿Recuerdas el día que no lo encontramos?
Volvíamos de cenar en aquel mongol donde nosotras mismas seleccionábamos los ingredientes crudos que iban a formar nuestro plato. “No cojas pollo”, me dijiste, “eso lo puedes comer siempre. Coge tiburón, no lo hemos probado nunca”. Y llenamos nuestros platos de ingredientes exóticos y alejados de nuestra dieta habitual. Luego nos acercamos a unas planchas calientes y se los dimos a un cocinero para que los cocinara. Estábamos las dos excitadas por cenar en un sitio como este, todo nos parecía extraño y nos provocaba risa. Alguna vez íbamos a un self service que hay cerca de casa, pero la comida ya está cocinada, es la diferencia.
Habías descubierto el lugar un día que acudiste a una entrevista de trabajo dos números más abajo de la misma calle, ¿te acuerdas, cariño? “He visto un sitio chulo para ir a cenar. Cuando tengamos que celebrar algo iremos ahí. Te va a encantar”, me dijiste mientras dejabas el bolso sobre el sofá y te sacabas mi parca (realmente, a ti, siempre te ha quedado mejor que a mí).
Al cabo de dos días, al volver de mi trabajo, te encontré con una sonrisa pícara, sentada en el suelo sobre un rayo de sol que entraba por la ventana y con la espalda apoyada en la cama. Te besé, y noté el beso salado. Vi tu ropa deportiva y pensé que habías salido a correr. Me hiciste sentar a tu lado cediéndome la mitad del rayo de sol. Qué bien que se estaba. Recuerdo que pensé que sabías vivir bien, pues tomé conciencia de que a mí nunca se me hubiera ocurrido sentarme ahí. No te cogieron en aquel trabajo, pero a ti no te importó, me dijiste: “Mientras haya salud, todo lo demás es controlable”. Como envidio estas cosas de ti.
“Mi madre me ha dado 100€, vamos a celebrarlo. He reservado mesa en el restaurante aquel del que te hablé”, me soltaste contenta. Yo sonreí. Cuando se te mete algo entre ceja y ceja siempre lo consigues. Me mirabas con esos ojillos suplicantes que pones, de quién ya se sabe con la batalla ganada de antemano.
Al volver a casa, después de esa estupenda noche, fuiste a coger el tarjetero para clasificar nuestro nuevo restaurante (nos había gustado a las dos) y no lo encontraste en su lugar habitual. Mientras me desvestía y me ponía el pijama te oí revolver el estudio. Extrañada me preguntaste por él y te ayudé a buscarlo. Desistimos de su búsqueda después de comprobar que no estaba en los diferentes lugares en los que hubiera podido estar. En la cama, juguetona y seductora como eres, me propusiste otro tipo de búsqueda, ¿recuerdas?
Pues, hoy, dos años, cinco meses y cuatro días después he encontrado tu tarjetero. Se había metido dentro del album de fotos. Nunca se nos ocurrió mirar su interior. Al ir a enganchar tu esquela en el album me lo he encontrado, ahí dentro, sonriéndome con la misma irónica sonrisa que muestra la vida a veces.
Al final, he decidido poner la esquela en el tarjetero, he pensado que es realmente su lugar. No he podido evitar llorar mientras lo hacía. Sé que no te gusta que lo haga. Al resbalar mis lágrimas hasta mis labios he vuelto a notar el sabor salado de tu beso y he comprendido qué celebramos aquel día.
5 comentarios:
Snifff, snifff...que alguien me pase otro kleenex por favor!
Plas, plas, plas...precioso!
Saluditos de hormiguita rebelde.
¡Realmente me conmoviste!
Me encantó leer y descubrir una maravillosa metáfora de la vida: ¡la grandeza de las cosas pequeñas!
Hola, gracias por tu visita y comentario. Sabes, yo desde que vivo en Bcn tengo un tarjetero.
Un beso
Jolines
Una historia preciosa y muy muy bien narrada.
Como transformas un sentimiento agradable en uno triste con una sola palabra ...
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